domingo, 20 de julio de 2008

Shakespeare la excusa



Una de las cosas que más me agradan del     verano en los Estados Unidos es los espectáculos al aire libre.  En una ciudad como Baltimore, por ejemplo, por semanas y semanas se exhiben películas gratis en parques y jardines. Todo lo que uno debe hacer es convocar a los amigos, 

llevar una merienda, una sábana y algo para beber.  Hay que llegar temprano para lograr un buen sitio,  preparar el picnic y dedicarse a la pereza. Ya cuando oscurece empieza la proyección, usualmente de clásicos, aunque también se proyectan documentales y algunos éxitos de años recientes.  Entonces ese momento mágico del cine se convierte en algo más,  pues se crea un paréntesis de silencio en mitad de las urgencias sin descanso de la ciudad, y ves a la gente tirada en los manteles mirando la película, o susurrándose secretos al oído, o riéndose de sus historias privadas, o preparándose con besos para lo que la noche traiga. 



El teatro al aire libre es distinto. Me parece que convoca a la audiencia de un modo más completo, dando como  resultado una experiencia intensa.  Quienes hayan estado ahí cuando en Costa Rica había temporada de teatro en el Museo Nacional sabrán a qué me refiero.  El teatro integra todo:  el escenario, el paisaje,  la noche misma.  Los espectadores compartimos con los personajes el mismo aire, las vicisitudes de un entorno natural que nos acoge pero que no necesariamente se pliega a nuestros deseos.  Puede ser que el viento se lleve un fragmento de diálogo, que la luna se refleje con tal intensidad que no podamos ignorarla, que de repente un ciervo perdido se asome entre los arbustos y luego nos deje.


Hace un año en Nueva York tuve la suerte de ver “Romeo y Julieta”, presentada por  la Public Theatre Co.  Yo estaba de visita para el Gay Pride Parade y  anduve con Óskar Sarasky su esposa Chachi (en la foto), anfitriones magníficos y conocedores únicos de los secretos de la ciudad. Hicimos una cola de tres horas por la mañana para conseguir los boletos, pero valió la pena. Vimos aquella obra magnífica con grandes actores,  con el lago del observatorio al fondo  y  una luna  tan enorme que parecía desafiarnos. 


 


Este verano he visto “La fierecilla domada” en Baltimore con mis amigos Brett y Scott,  en los jardines interiores de Loyola College. Literalmente los actores surgían del bosque y volvían a él como si fuera las calles de Padua o Verona, o las otras habitaciones de los lugares donde se desarrollaba la farsa.  Hubo una brisa suave,  más confortable aún con una copa de vino.  La puesta en escena estuvo buena aunque no al punto de volverse memorable. No importa, porque Shakespeare en el verano es una excusa  para estar con los demás y con nosotros mismos,  para sentir el entorno que el invierno o la locura diaria esconden.



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