martes, 5 de febrero de 2013

Entrevista sobre “El gato de sí mismo” aparecida en el periódico “La Nación”.

Nuestros valores: una apuesta

Nuevo ensayo publicado en la revista Otrolunes. Vivimos en un mundo de valores. Se habla de valores nacionales, empresariales, religiosos, institucionales. Antes de echar marcha a un proyecto –se nos instruye a quienes trabajamos con personas– debemos conocer los valores de quienes están con nosotros, de otro modo lo que tenemos en mente hacer puede estar desde un principio condenado al fracaso. Los valores se entienden sobre todo como principios grupales, aunque también hay un espacio reservado a principios individuales. No creo que sea necesario recordar que muchas veces lo grupal contiene a lo individual, pero que en muchas otras lo individual queda fuera, disiente de cómo el grupo se percibe a sí mismo. Quizás a partir de lo que consideramos irrenunciable los individuos buscamos a otros similares a nosotros, y así construimos afinidades y luego amistades. Algunos teóricos mencionan tres características de los valores: a) son de largo plazo o poco variables; b) influyen en el comportamiento de las personas y c) sobre todo se expresan por acciones. Desde ese punto de vista, los valores deberían ser el producto de una constante negociación –con lo cual tenderían a modificarse en el tiempo y por tanto ser inestables, contradiciendo el postulado a). También podría considerarse que están determinados al menos por el lugar y las condiciones sociales y económicas, y que el comportamiento de las personas reflejaría no un absoluto, sino las variaciones en torno alguna creencia, desde el momento en que se instala en el tejido de relaciones de un grupo hasta que se pierde o se corrompe. Desde una perspectiva más idealista, los valores deberían ser el producto de un ejercicio democrático, pero muy a menudo se presentan más bien como el dictado de grupos de poder –la iglesia es un buen ejemplo– y se usan para ejercer y justificar todo tipo de violencia, aunque un valor, como creencia, se nos presente siempre positivo. Personalmente tengo problemas con muchos de los llamados valores, pues para mí representan una camisa de fuerza que se da por legítima y buena. Por ejemplo, me siento excluido de “familia”, un valor que asocio cada vez más con la derecha blanca, heterosexual, religiosa y clasemediera de los Estados Unidos. “Patria”, es un valor que se ha usado para reprimir la diferencia y la disidencia. Por el contrario, asumo “educación” como un valor fuerte, siempre y cuando lleve a la superación e independencia de los individuos. Como parte de un ejercicio sobre “aptitudes interculturales”, llegó a mis manos un artículo de L. Robert Kohls, titulado “The Values that Shape U.S. Culture”, publicado a mediados de los ochenta por el Washington International Center. El texto pretender ser una guía para entender a los americanos, es decir un una especie de manual de autoayuda dirigido a gente que visita el país. En total, Kohls y su grupo identifica los siguientes valores: 1. Control personal sobre el entorno; es decir, la certeza de que el ser humano puede modificar lo que le rodea, lo que le daría a Estados Unidos una imagen de ser una “sociedad llena de energía y orientada a la consecución de objetivos”. 2. Cambio o movilidad, pero siempre en sentido positivo. 3. Uso productivo del tiempo 4. Igualitarismo 5. Individualismo, independencia y privacidad 6. Auto superación 7. Competencia/libre empresa 8. Orientación hacia el futuro/optimismo 9. Orientación hacia el trabajo y la acción 10. Informalidad 11. Apertura, honestidad, franqueza 12. Eficiencia, practicidad 13. Materialismo Los que coordinaban el ejercicio sobre aptitudes nos pidieron a los asistentes que señaláramos el valor con el que nos sintiéramos más identificados, así como aquél que nos parecía que menos nos representaba como individuos. Para contestar la primera pregunta, yo escogí “Cambio”, pues me gustaría pensar que siempre estoy abierto a lo que la vida traiga, y que soy capaz de ajustarme, sea a un reto o a un problema. También me veo a mí mismo como una persona en constante búsqueda, aunque he de admitir que la mayoría de mis búsquedas han terminado truncadas. Para la segunda pregunta elegí “Competencia/libre empresa”, lo cual pareciera contradictorio con una vocación de cambio, pues en la mentalidad norteamericana cambiar está asociado con la libertad, y más específicamente con la posibilidad de competir. Sin embargo, la noción de que competir es un valor me causa desasosiego, más aún cuando “libre empresa” se ha usado para justificar intervenciones en nuestros países latinoamericanos o la perpetuación de estructuras de poder violentas. ¿Cuáles escogería para un lugar como Costa Rica? “Igualitarismo”, “Orientación hacia el futuro/optimismo”, y “Materialismo”. Sigo creyendo que los costarricenses se consideran igualitarios, y que la tradición o los lazos de familia funcionan para ganar influencia pero no para relacionarse con los demás en el día a día. Los ticos son fundamentalmente optimistas, pero lo son respecto a su propia condición individual, no necesariamente en cuanto al destino del país. Encuesta tras encuesta se puede ver una percepción radicalmente distinta entre el bienestar individual o familiar y el futuro del país. El primero tiende a ser positivo; el segundo, no. Finalmente, el materialismo cumple una función importantísima como creencia que cohesiona los deseos de amplios sectores sociales. Ahora bien, Kohls piensa en el materialismo como “tener”; yo preferiría pensarlo como “desear tener”, pues aún ahora Costa Rica sigue siendo un país pobre, donde el acceso a los bienes y servicios de consumo es muy limitado. Quizás por la cada vez más amplia brecha social, quienes pueden tener no solamente se hacen de sus bienes sino que los exhiben. La presencia de esos mismos bienes –inaccesibles para muchos– marca el carácter de deseo. Costa Rica sería el perfecto país capitalista si no fuera tan pobre. Me gustaría que la zona gris del individualismo costarricense se moviera hacia áreas de mayor cooperación. Pienso en Costa Rica como una sociedad eminentemente solidaria, con gran capacidad para movilizarse en tiempos de crisis. Sin embargo, hay una desconfianza siempre presente, quizás porque tarde o temprano algunos sacan provecho del esfuerzo colectivo. Creo también que el tico promedio es trabajador, aunque admitirlo no sea bien visto. Cuando se vive en un país nombrado como “el más feliz del mundo”, resulta casi obsceno asociarse con el trabajo duro. Pero Costa Rica ya no es la aldea dormida donde creímos crecer. Las demandas de una sociedad abierta en el siglo XXI imponen una serie de exigencias de productividad y eficiencia. La clase media se ha empobrecido, y para salir adelante se trabaja una o varias jornadas. La gente se desplaza largas distancias por ciudades complicadas para llegar a su trabajo. En economía el trabajo es un mal –por eso esperamos un pago a cambio– pero también puede ser un motivo de orgullo, como lo es para muchos costarricenses.

jueves, 15 de noviembre de 2012

De barrios, trenes y otras entretenciones para inadaptados

Vine a San Antonio por razones laborales, por así decirlo. La universidad donde enseño en New Orleans me postuló para una beca, y entre todas las posibilidades me decidí por una institución pequeña, Trinity University, muy prestigiosa por la calidad de la enseñanza y muy rica, pues tiene reservas por casi mil millones de dólares. Si bien depende de los ingresos por matrícula para operar—como ocurre con casi todas las universidades privadas en los Estados Unidos—lo cierto es que Trinity goza de un cómodo margen para embarcarse en nuevas aventuras académicas, resistir los embates de la economía y, en general, ser independiente. Mi amiga Leti Gomez, con quien trabajo en un proyecto sobre activismo latino LGBT, generosamente me ofreció la casa de la familia, o más bien la de los padres, ambos ya fallecidos. Está ubicada en el Sudoeste de la ciudad, cerca de Fredericksburg Road, uno de esos ejes que corta barrios antiguos en dos mitades y sienta las bases de las diferencias. De hecho, podría pensarse que Fredericksburg Road está constituido por varias partes. La primera va de la autopista I-10 hasta la esquina de North Culebra, donde hay una pequeña zona industrial y de servicios. Luego sigue lo que se llama el Deco District—donde varios edificios viejos esperan aún ser remodelados para recuperar su esplendor, y uno puede cortarse el pelo con una señora que ve UNIVISION todo el día, o comprarse un helado de agua o aprender artes marciales con un instructor bilingüe. Más allá empieza una larga sección de comercio de clase media baja, donde los lugares de comida rápida tradicionales compiten con una infinidad de taquerías y restaurantes de nombre hispano. Los restaurantes tienen nombre en español, o una combinación de inglés y español, y algunos se identifican por la región gastronómica que representan. Muchos de ellos, sin embargo, están en edificios oscuros, con ventanas protegidas por barrotes y luces de neón que les dan un aire a lo Edward Hopper. También hay un llamativo número de moteles de paso, de esos que en las películas se encuentran en el medio de la nada. Pasada la intersección con la autopista cuatrocientos diez, Fredericksburg se transforma en área residencial de clase media alta y de edificios modernos. Mi barrio está delimitado también por Culebra Road, donde hay una iglesia enorme, una farmacia donde la música de fondo siempre es en español, y una cantidad intrigante de tiendas de empeño. Entre más se acerca uno a Culebra, más pobre se vuelve el barrio y se ve más gente en la calle que al otro lado, cerca del Deco District. Hay varios negocios que parecen languidecer al sol, aunque con excepciones: un taller mecánico, una panadería mexicana y lo que en mis tiempos se llamaba un quebrador de maíz—un lugar donde venden masa, tortillas y tamales. Se mezclan casas de todo tipo, desde las de estilo español—mis preferidas—hasta las más tradicionales con porche y escalerita de tres peldaños. No podría decirse que sean grandes, pero sí que están en lotes magníficos, con amplio espacio al frente y patio trasero. Casi todas las manzanas tienen callejones justo en el medio, por donde pasa el camión de la basura dos veces por semana. Me atrevería a decir que mi barrio es realmente un cruce de caminos y de épocas, marcadamente hispano, a veces moderno y a veces antiguo. Han llegado a tocar a mi puerta mujeres con Biblia en mano, dispuestas a compartir la Buena Nueva aunque yo no la quiera oír. Han aparecido carpinteros y jardineros ofreciendo sus servicios, y he encontrado tarjetas de presentación o mensajes manuscritos, pues alguien ha visto que la casa donde vivo necesita reparaciones y esa persona me dice, de puño y letra, que me puede resolver el problema por un módico precio. Pero la ciudad del siglo XXI está ahí mismo. La representa como nada el ruido que produce la autopista I-10, ese rumor constante y monótono que no para nunca, ni siquiera a altas horas de la madrugada. Su opuesto sería la casa donde vivo, pues en ella los objetos van contando la historia familiar. Uno recorre las habitaciones y encuentra pinturas de los padres y de los niños, fotografías de adolescentes vestidos a la moda los setentas y fotos más antiguas todavía, de esas de estudio que luego se retocaban con colores pastel. Quizás el padre de mi amiga fue veterano de guerra. Su madre, definitivamente, se involucró en los sesentas en el activismo de LULAC—The League of United Latin American Citizens—, una organización que ha luchado por los derechos civiles de los Latinos desde 1929. Hay pocos libros en la casa, pero muchos discos. Es fácil darse cuenta que Lo que el viento se llevó tuvo su espacio de culto casi al mismo nivel que el Espíritu Santo. La Virgen de Guadalupe, sin embargo, está ausente. No sé cuándo murió la mamá de mi amiga, pero todavía llega publicidad a su nombre y a menudo llaman preguntando por ella. Cuando contesto el teléfono no sé que decir, así que miento: She is not in. Do you want to leave a message? Nadie lo hace, así que supongo que todo será telemarketing, pues la respuesta usual es I call her later. Hasta el momento nadie me ha preguntado cuándo la señora estará de regreso. A veces voy a un centro comercial en la cercanías. Tiene una hermosa fuente a la entrada, pero por dentro luce desgastado y muy vacío. Hay unas enormes tiendas de saldos, un cine, unos restaurantes que cierran temprano. En una de mis visitas me llamó la atención un rótulo que anunciaba una exhibición de trenes eléctricos. En un local dos tipos con aspecto de hippies viejos—barba canosa, pelo largo arreglado en una cola, barriga cervecera—habían construido un enorme paisaje por el que circulaban varios trenes, incluyendo uno de pasajeros y dos de carga. Cada uno seguía una ruta particular. El de pasajeros paraba en dos pueblos y en una intersección que recordaba un suburbio del noroeste. Los de carga circulaban por un paisaje más rural, decorado con árboles una mina y un río. En mi niñez los grandes almacenes en Costa Rica atraían a los clientes con esos mundos artificiales, en los que el ferrocarril era el símbolo de progreso por excelencia. Yo siempre quise tener muchas locomotoras y vagones, y soñaba con una habitación donde iría construyendo ciudades, estaciones, cruces de camino y mis propios bosques. Nunca ocurrió así, y más bien los trenes eléctricos fueron desapareciendo de los escaparates. No hace mucho hablaba del tema con un amigo de adolescencia. Él me explicaba que las nuevas generaciones no tenían interés por ese tipo de entretenimiento. Un gozo tan contemplativo como ver circular un tren de juguete estaba totalmente desfasado con respecto a las emociones que proporcionaban los videojuegos. Todo aquello que fuera armar y desarmar se había convertido en culto minoritario. Por esa razón, me impactó mucho encontrarme ante el símbolo de un proyecto anhelado en mi niñez. Más aún lo hizo ver que quienes lo habían llevado a cabo eran personas con las que no podría relacionarme, a pesar de que los hippies apenas eran unos diez años mayores que yo. De ahí pasé al edificio, luego al barrio y luego a San Antonio como tal, esta ciudad tan vieja, tan mexicana y arrebata por el expansionismo americano del siglo XIX. No voy a admitir ninguna nostalgia, pues la experiencia ha sido distinta—además que hace unos años decidí que la nostalgia era un mal pernicioso que debía evitarse a toda costa. Creo más bien que el barrio y San Antonio mismo son muestras de cómo la resistencia cultural permea las épocas y los cambios de la (pos)modernidad. Me he encontrado en un ambiente que me resulta familiar, pero que no tiene posibilidad real de ser parte de mi historia, pues entre esos espacios, esos objetos, esas personas y yo hay una insalvable distancia y un tiempo inaprensible. Comprendo más bien que ante mí se halla una metáfora de la vida: un paisaje inexistente, un viaje que tarde o temprano te lleva al punto de partida, y una fuerza motora omnipresente pero antigua y debilitada, patética en sus misterios, profundamente solitaria en la inmensidad de un cuarto de paredes desnudas, con el discreto ruido de un tren al fondo.

sábado, 13 de octubre de 2012

En defensa de las malas

Quiero comparti con ustedes este divertimento que otros colegas y yo hemos publicado en la revista SoHo como parte del número de aniversario.

martes, 11 de septiembre de 2012

Carpentier Recuperado

Una reflexión en torno (y en honor) a un libro de Alejo Carpentier misteriosamente encontrado en una librería de libros viejos/nuevos en Houston.

sábado, 11 de agosto de 2012

Chavela Vargas y el mito del expatriado

El reciente fallecimiento de Chavela Vargas ha traído de nuevo a la palestra el mito del expatriado. En las redes sociales se han mezclado las muestras de afecto con el desdén, la admiración con la más absoluta—y en casos hasta clasista—descalificación. Lo mismo podría decirse de los comentarios a las informaciones aparecidas en los diarios. Lo curioso del caso es la reacción en otros países, no cualesquiera sino aquellos que constituyen los centros culturales en los que Costa Rica se mira: España y México. Aún más, se podría incluir Estados Unidos, donde la prestigiosa cadena NPR (National Public Radio) dedicó una elogiosa nota a la cantante al día siguiente a la muerte. Resulta entonces curioso ver como mientras Costa Rica se divide entre el afecto y el rechazo a nivel internacional se vive un duelo por la pérdida de quien es considerada una referencia cultural y social única. Personalmente le guardo simpatía a Chavela Vargas, pues me gusta su música, su leyenda y su persona pública. Creo que se ha ido sin revelar mucho de su vida, pues aunque fue una bocona se cuidó a la vez de ser discreta y sobre todo leal a sus amigos. Sus memorias Y si quieres saber de mi pasado (2002) dejaban muchas interrogantes a modo de revelaciones a medio anunciar. He lamentado esa actitud, sobre todo porque Chavela conoció desde adentro el medio artístico e intelectual mexicano de mediados del siglo XX y, más importante todavía, el mundo lésbico con sus redes de solidaridad que—me atrevo a sugerir—le ayudaron a abrirse camino a inicios de su carrera. Sin embargo esa valiosa información se la ha llevado Chavela a la tumba, quizás una de las últimas testigos de todo un entramado social que no se conoce aún lo suficiente. El acentuado sentimiento anti-costarricense parece habernos dejado solamente una herencia amarga. El país se ha quedado sin argumento para reclamarla suya. La misma nota de la radio pública americana señala que las últimas palabras de la cantante fueron "Me voy con México en mi corazón". Tendremos que confiar en la fuente de NPR, aunque la frase sea ideal para exacerbar nacionalismos en Costa Rica y México. ¿Estaría Chavela realmente meditando en México en su lecho de muerte? ¿Estamos ante el desprecio final de alguien que nunca quiso su lugar de origen? La afiliación nacional de Vargas es ciertamente ambigua, una mezcla de vivencias—la pobreza, la violencia intrafamiliar, la lesbofobia, pero también la consumación de un arte, la fama, el convertirse en referente cultural—con una actitud personal—la luchadora, la rebelde, la iconoclasta—y un fuerte sentido de supervivencia. Amar incondicionalmente a México pudo ser también una estrategia para llegar hasta donde llegó, un precio a pagar por representar un elemento esencial del ser mexicano. Diría que no se puede ser un clásico de la canción ranchera sin ser a la vez profundamente mexicano, y para alcanzar ese estatus no es posible proclamar alianzas a otro país. Ahora bien, ¿ser incondicional con México debía pasar por el odio a Costa Rica? Me lo pregunto porque a pesar de sus sentimientos Chavela seguía guardando algunos lazos afectivos con nuestro país. Por otra parte hay costarricenses que la conocimos en distintas circunstancias y Vargas, hasta donde sé, siempre se portó amable y generosa. Pero además, ¿acaso no es el rencor a un país una mera abstracción?, ¿un simple hablar paja o querer decir otra cosa? La mala leche de Chavela pudo estar enfocada a las autoridades que le negaron los espacios que ella quería para sus presentaciones, o a las élites que aún ahora pretenden sostener una estructura de alta y baja cultura. Odiar a un país entero, sin embargo, tiene mucho de pose y permite, por ejemplo, reafirmar por contrate lealtades nacionales: llevar a México en el corazón al momento del exhalar el último suspiro. Muchos migrantes han sufrido experiencias similares a las de Chavela o incluso peores, pues se han ido del lugar que no los quiere sin haber logrado plenamente sus sueños—por modestos que sean—en el país de acogida, ni han escapado a la desigualdad o la violencia. Sin embargo, tanto a nivel personal como social, no solamente han mantenido conexiones con sus pueblos de origen sino que han construido un imaginario donde tanto lo mejor como lo peor de sus vivencias y percepciones conviven en un equilibrio inestable. Expatriados como Chavela y otras fascinantes figuras costarricenses han cultivado de un modo u otro su propio mito. Y aunque sea bajo la sombra del odio, no se puede negar que Costa Rica siempre estuvo presente en sus vidas.