jueves, 10 de julio de 2008

Rainbow Bridge Border Crossing




Veníamos del otro lado, de Canadá, mis amigos Pedro, Hilda y yo, de las cataratas del Niágara para ser precisos,  un lugar icónico en los cincuentas que muchos americanos ahora ven por encima del hombro, pues en mejores épocas era el destino por excelencia para los recién casados de clase media.  Regresábamos, digo, de maravillarnos de la belleza del sitio, a pesar de la enormes construcciones para controlar y canalizar las aguas, de la parafernalia turística, de la ciudad que parece colgar del paisaje pero que reproduce una inmensa feria, abarrotada de gente de todas partes del mundo, caótica: restaurantes a montones, casas de misterio, el castillo de Drácula, el de Frankenstein, y de otros monstruos domados por el afán comercial.  

Creíamos tener suerte pues el Rainbow Bridge estaba justo ahí en la zona turística, una estructura con forma de arco desde donde podían verse las cataratas de frente, aunque a la distancia. Lograríamos pasar sin demora al lado americano, pues como adición a nuestra buena fortuna no había fila de carros.

Llegamos a la casetilla de inmigración, entregamos pasaportes y tarjetas de residencia, sin mirar al oficial como bien lo instruyen a uno otros inmigrantes, aunque no había nada que temer porque una vez que el inmigrante se convierte en residente se acaban las humillaciones en las fronteras, la puerta estrecha de Estados Unidos se amplía.

El oficial era muy simpático, demasiado. Reconfirmó nombres, nacionalidades, preguntó por nuestras actividades del día y luego por la fecha de nacimiento de mi amigo Pedro. Pregunta curiosa, pues el que cumplía años ese día era yo, y en la nota relajada, casi cómica del oficial, lo que correspondía era felicitarme. 

De repente el carro estuvo rodeado de policías,  algunos con perros. El oficial simpático le ordenó a  Pedro bajar y lo cachearon.  A Hilda le ordenaron pasarse al asiento del conductor y luego llevar el vehículo hacia cierto sector de las instalaciones. Literalmente escoltados por un policía,  nos hicieron pasar a mi amiga y a mí a un salón donde otros en problemas aguardaban.  

A Pedro se lo llevaron a alguna parte que ignorábamos. Según nos contó después, lo metieron en una celda abierta, sin explicación alguna de lo que estaba pasando.  Alguien, en algún momento, cruzó por el pasillo y le preguntó por qué estaba detenido.  Pedro, con buen tino, quizás con mucha sorpresa, le dijo que no estaba detenido.

En el salón enorme había una pareja de orientales, una familia de rasgos árabes,  una mujeres gordas, con niños, con aspecto de white trash, y una mujer blanca, rubia, muy bien puesta, que en sus ansias de hablar me explicó apenas me acerqué que ella estaba ahí por su tratamiento para la tiroides.  Dos meses antes había tomado una pastilla y rastros radiactivos habían quedado en su cuerpo.  Al pasar por el puesto fronterizo los sensores se habían activado y estaba a la espera de que la revisaran.  Ella sí sabía los motivos para estar detenida

Hilda decidió llamar a su abogada de migración, con quien no hablaba desde el año 2005, cuando se cerró el ciclo de la residencia temporal.  De inmediato un oficial le indicó que no se podían usar  teléfonos celulares en el recinto.  Quedaba uno de monedas, pero no estaba permitido salir al auto a buscar cambio, ni el aparato sirvió cuando finalmente mi amiga hizo el intento de llamar.  Enfrentamos entonces una de las grandes paradojas del poder:  Tener derecho a algo, pero no a los medios para conseguirlo. Entonces se puso en marcha una mecánica de solidaridad.  Las mujeres con niños — ya habían ofrecido monedas para el público— le propusieron a Hilda que llamara a escondidas, desde una esquina donde fuera difícil ser descubierta por las cámaras ocultas o los espejos convexos, o desde los enormes ventanales donde alguien podía estar observando.  Ellas y yo rodeamos la esquina, ocultando a Hilda mientras se intentaba comunicar por su celular.  La señora radioactiva no se movió de su asiento, pero una vez que mi amiga terminó su llamada le hizo otra vez el cuento de la tiroides y el medicamento. 

La abogada prometió llamar de inmediato, pero no necesariamente lograr algo.  “No van a decirme por qué está detenido”,  se lamentó,  “pero al menos sabrán que es mi cliente”. Quizás sí hubo resultados, pues sacaron a Pedro de la celda y lo llevaron a un cuartillo que al menos no parecía parte de una prisión. Le tomaron las huellas digitales, lo dejaron solo y a la espera. 

Al salón grande llegó más gente.  A algunos les permitieron marcharse.  Las mujeres con niños salieron a fumar a pesar de las prohibiciones.  A la señora rubia la revisaron con un contador Geiger delante de todos.   Los únicos que parecían disfrutar o al menos seguir en la normalidad eran los niños.  Ellos demandaban ir al baño –había que solicitar el papel higiénico en un mostrador– y jugaban a encontrar a sus padres tras alguno de los ventanales.  Unos chiquillos de entre cuatro y seis años finalmente descubrieron a su papá en el segundo piso y empezaron a intercambiar besos y gestos que podían significar “te quiero” o simplemente nada.

Después de esperar sin noción del paso del tiempo, pudo haber sido una hora o dos, eso no tenía importancia, salió un oficial con Pedro y los documentos de todos nosotros.  Dijo que un criminal de California usaba entre sus alias exactamente el nombre y apellidos de mi amigo, así como su fecha de nacimiento. No dio disculpas,  no podía por procedimiento. Nosotros tomamos lo nuestro y salimos sin decirle nada. Nunca hay que decirles nada ni mirarlos a los ojos, eso aconsejan los que saben.

No es la primera vez que los oficiales de migración me detienen. En otras partes a mí me ha tocado también estar en “el cuartito”, pero nunca en una celda.  Cada experiencia ha sido diferente, pero quizás el temor y  la impotencia han sido los mismos. Y es muy probable que la llamada de la abogada funcionara, reflexionó Hilda más tarde,  como ese desplante de poder capaz de responder de tú a tú al otro desplante de poder, el de los oficiales que dan órdenes, retienen, decomisan vigilan, reprimen.  Nosotros, no dejo de reconocerlo, teníamos todas las posibilidades de salir bien librados: nuestros papeles estaban en orden,  teníamos residencia permanente en el país, trabajo autorizado… Éramos, somos, privilegiados.  Aún así el temor estuvo ahí, aún así la total impotencia contra un sistema que excede a sus ciudadanos.   Pero somos los privilegiados.

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