martes, 12 de agosto de 2008

Locas criminales


El siguiente ensayo lo preparé para la revista digital Otrolunes, para la cual he venido colaborando desde hace algún  tiempo.  Sin embargo, por esa suerte incierta de las publicaciones independientes, meses después de enviar el texto la revista aún no se ha actualizado y más bien ya corresponde el número del segundo semestre del año.  Mientras espero y ruego que vuelva a circular Otrolunes, dejo en este espacio el ensayo para que busque sus lectores.




Locas criminales


Con el tiempo y la experiencia he desarrollado cierta habilidad para percibir el momento en que asuntos de género se intersecan con formas de poder, especialmente si en ese cruce saltan chispas de discriminación u homofobia.  O tal vez sea más bien que mis propias paranoias,  mis tendencias a creer en una permanente conspiración contra algo, me mantienen alerta.  Sea lo que sea  me parece importante, al menos como recordatorio de que aún falta mucho por hacer  y que quienes nos consideramos en los márgenes hemos de estar atentos al mundo alrededor de nosotros.

En los últimos años  ha habido algunos casos cuya repercusión pública, fuera a nivel internacional o local, me interesa comentar.  Quizás el más conocido lo protagonizó en 2007 el senador Larry Craig,  republicano por el estado de Idaho. Si acaso alguien todavía lo recuerda, el senador Craig fue sorprendido por un policía encubierto cuando intentaba negociar un encuentro sexual en un baño en el aeropuerto de Minnesota.  Craig confesó ante la policía, pero luego se retractó. Su principal argumento de defensa fue insistir que no era homosexual, por lo tanto el supuesto crimen nunca pudo haberse dado. El Partido Republicano le dio la espalda e incluso hubo intensa presión para que renunciara al Senado.  Líderes prominentes,  entre ellos los pre-candidatos presidenciales,  lo llamaron “vergüenza” para el partido, y aparentemente la única persona que lo apoyó fue su esposa, una señora mayor, elegante, siempre al lado de su hombre cuando aparecía en televisión, y siempre en silencio. Al final Craig nunca dejó su puesto, pues no era homosexual.  Desde entonces nadie lo nombra, como si el olvido lo hubiera congelado en su oficina. 

Aún más interesante, ni el senador de Idaho ni sus colegas del Senado cuestionaron a la policía de Minnesota. A nadie pareció importarle que se asignara personal de civil para que frecuentara baños públicos en busca de homosexuales dispuestos a pagar por un rato de sexo. 

Más o menos por la misma época otro republicano, David Vitter, fue sorprendido en un lío de prostitutas. Según algunas fuentes, al senador le gustaba que sus compañeras sexuales usaran pañales.  Pues bien, Vitter dio una disculpa y el asunto no pasó a más.  No se le pidió la renuncia, ni se pusieron en duda sus cualidades morales.

Craig al menos tenía la posibilidad de navegar su vergüenza pública,  y de pagar servicios legales para defenderse.  Otros no son tan afortunados, y creo que la censura social cae con más rigurosidad sobre ellos.  Estando en Querétaro, en julio pasado,  me tocó en suerte asistir a la presentación del libro “Homofobia. Odio, crimen y justicia”,  de Fernando del Collado.  La obra recoge crímenes contra homosexuales en México en el periodo 1995-2005.  De casi cuatrocientos casos registrados, apenas un dos por ciento ha sido resuelto, y la gran mayoría ni siquiera contó con una averiguación preliminar.  El acto en Querétaro fue especialmente significativo,  pues el último crimen que aparece en el libro había ocurrido en esa ciudad.   Querétaro es un lugar especialmente conservador y  la vida homosexual, casi invisible.  El caso en cuestión se refiere a un activista que fue asesinado en su negocio –una tienda de condones. Las pesquisas se centraron en la comunidad gay. Su compañero fue arrestado y presionado para que confesara su participación en el asesinato. Finalmente quien cargó con la culpa fue otro homosexual, un mero chivo expiatorio para algunos activistas.  La policía ha favorecido la versión de un crimen pasional, sin mayor fundamento.

El crimen por odio prácticamente nunca es considerado en nuestras sociedades un factor para explicar muertes violentas en las comunidades homosexuales.  El crimen  pasional, por su parte,  aparece como una causa común. Ante la opinión pública, además, tiene un efecto desacreditador muy oportuno, pues parte del principio de que las locas se matan entre ellas de la misma forma que lo hacen los negros en los guetos pobres.  En este sentido pensaría en otro libro del 2007, “The Art of Political Murder: Who Killed the Bishop?”,  de Francisco Goldman, escritor de ascendencia judía y guatemalteca. “The Art”  explora el asesinato de Monseñor Juan Gerardi, miembro de la comisión que investigó la violación de derechos humanos en Guatemala durante la guerra civil.   Una de las versiones oficiales ha sido, igualmente, la del crimen pasional homosexual.  El efecto de tal hipótesis no es solamente crear una cortina de humo en torno a los verdaderos motivos para haber matado a Gerardi.  Implícita está una estrategia para alimentar la animosidad del público, dado que el asesinato de un homosexual a manos de otro no es realmente tan malo ni tan condenable.  Cierto sector de la opinión pública puede verlo incluso como algo merecido. Para esas personas ser homosexual implica  padecer una condición moral que corrompe todo, y descalifica permanentemente. 

La última historia que quisiera compartir se refiere a un sacerdote condenado en Costa Rica por abusos deshonestos contra menores en 2005.  Hombre célebre por sus programas religiosos en televisión, el cura fue sentenciados a las penas máximas  --de hecho hubo una gestión posterior  reclamando que el castigo había sido excesivo, y a principios de 2008  se le redujo el tiempo en prisión.  Aunque no puedo juzgar su falta, sí me interesa referirme a pequeños detalles de lenguaje que aparecieron en los periódicos.  Desde el principio el caso se planteó en términos de masculinidad.  Mientras los afectados manifestaban que recurrían a la justicia porque  eran muy hombres,  el acusado negaba cualquier acción incorrecta basándose en la misma presunción:  la hombría, un conjunto de cualidades que excluye de tajo la homosexualidad.  A lo largo del proceso se registraron similares manifestaciones,  enfatizando la diferencia moral que separa al homosexual del heterosexual.  Pero lo más curioso se dio en el razonamiento de la condena,  pues entre los considerandos del tribunal se menciona que los delitos se debieron, entre otros factores, a la tendencia homosexual del cura.  Otra vez  un rasgo fundamentalmente identitario entra en el proceso legal como una potencialidad para cometer un crimen.  No en balde la misma Iglesia Católica ha explicado algunos de sus escándalos recientes en términos de ese elemento externo, fuera de su control,  llamado deseo homosexual. 

Decía al principio que me consideraba una persona en los márgenes. No pretendo victimizarme,  pues la marginalidad no es un bloque cerrado sino una condición inestable,  a la que se llega sin querer y de la cual se intenta salir.  Muchas circunstancias la afectan y modifican, y quien tiene voz de hecho establece una poderosa distancia entre sí mismo y el margen.  Pero mientras la injusticia y el prejuicio existan,  la marginalidad estará siempre acechando como un mal latente,  enturbiando el entendimiento de las cosas.  Lo peor para mí es cuando en el camino quedan la dignidad, la libertad y la vida misma de personas inocentes.

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