sábado, 8 de agosto de 2009

Road Trip Westminster-New Orleans

Entre el 19  de junio y el 19 de julio he recorrido unos ocho mil quinientos kilómetros a lo largo y ancho de los Estados Unidos.  Tres circunstancias afortunadas se dieron:  la primera, mi regreso definitivo a New Orleans, el único sitio en este país que aún considero mi hogar;  la segunda, el matrimonio de Martín Sancho, un amigo entrañable que vive en California; la tercera, la visita de Diego Mora, poeta aventurero a quien la idea de echarse a rodar desde el Golfo de México hasta la costa del Pacífico le sonó atractiva. Hay épocas para todo, y la de los viajes con agenda vaga parece estar anclada en la juventud.  Conforme se acumulan los años uno se dedica más y más a alimentar temores falsos y verdaderos, le duelen más los huesos y hasta cambia la noción de tiempo, que deja de ser un horizonte limpio e ilimitado para convertirse en una pila de compartimentos que deben ser llenados rigurosamente.  Pero entre toda la maraña de la vida cotidiana, un road trip fue para mí un sueño a la espera de realizarse.

La primera etapa tuvo rumbo sur, desde Westminster, Maryland, hasta New Orleans, Louisiana. El camino más directo me tomaría dos jornadas, conduciendo unas nueve horas y media por día.  Decidí hacerlo en tres, aunque una tormenta en Tennessee hizo que al final fueran cuatro. Llevaba todo lo necesario para documentar el viaje—grabadora de audio, videocámara, cámara fotográfica, muchas libretas—pero al final decidí simplemente vivir la experiencia, y dejar que la memoria inventara sus propios recuerdos. De todas maneras, no hay nada como dejar que la experiencia se presente en su estado más puro, en un aquí y ahora inefable, libre al punto de escaparse e incluso perderse sin dejar rastro alguno.  Documentar cuanto pase tiene su lado arrogante, es agregarle un valor a lo que simplemente sucede.

              Yo había entregado ya mi apartamento en el noroeste de Baltimore, pero necesitaba quedarme al menos un día más para finiquitar asuntos.  Dejaba el lado más occidental de Mount Washington,  un barrio informalmente dividido en varias secciones.  Hacia el este, restaurantes, parques hermosos y casas antiguas entre bosques. Luego estaban los judíos ortodoxos,  y más al oeste, en lo más pobre, se difuminaban las fronteras en un área de clase obrera con judíos de lo que fuera la Unión Soviética y sus satélites—y cuya lingua franca era el ruso, no el inglés—negros y la nueva inmigración latina.

La noche antes de partir de Westminster la pasé en casa de A., mi amiga más querida en esa región.  Ella preparó una cena de pasta y cerveza, nos fumamos un porro con hierba demasiado vieja y seca y hablamos mucho sobre la próxima vez que nos encontraríamos.   En esa ciudad trabajé por tres años, aprendí que existen cuatro estaciones al año y vi, como en una especie de alucinación, los celajes de febrero proyectados en una colina cubierta de nieve.   Me junté, por ejemplo, con gente devota del blue grass,  supe que la persecución a los migrantes latinos puede ser más intensa en un pequeño pueblo de lo que uno se imagina, pero que la solidaridad también es capaz de manifestarse en toda su fuerza.  Nunca vi un fantasma, sin embargo sabía que por esos campos tan verdes se enfrentaron tropas del Norte y del Sur, que hubo hospitales improvisados y fosas comunes. 

Salí temprano de un Westminster lluvioso, sin nostalgia alguna, pero tampoco con amargura.  Mis años en Baltimore fueron raros, de un aprendizaje en las artes de la soledad que aún no he asimilado por completo.  Nunca debí haberme sentido mal entre la abundante belleza natural de la región,  pero una de las contradicciones del espíritu humano es que no toda la belleza le sienta bien.  Maryland ofrece tantas posibilidades para el disfrute del campo, de las montañas, de ríos impecables.  Yo, sin embargo, me seguí metiendo a los barrios  silenciosos y amenazantes que tan bien han retratado en la serie The Wire;  intenté comprender la lógica de un espacio urbano como Baltimore—donde la primera seña de identidad la marca el barrio donde naciste—y me perdí hasta el agotamiento en las complejidades de Washington D.C.,  donde los mayores desplantes de poder no pueden ocultar la presencia de los mendigos,  y donde el centro político del mundo se encuentra rodeado de barrios pobres de negros y latinos.

            Salí un sábado muy de mañana para aprovechar el día.  Aún así el tráfico me obligó a cruzar lentamente el área de Washington D.C.  y el norte de Virginia hasta Richmond.  Demasiada gente en esta parte del país,  tantos vehículos que ni las autopistas de cuatro carriles dan abasto.  Uno debe prepararse como si emprendiera una expedición especialmente complicada,  pues ha de estar alerta a la salida correcta, a los límites de velocidad, a los cambios de carriles y a esos cientos de mundos encapsulados que te rodean,  cada quien protegido por la estructura de su auto, haciendo la vida mientras se avanza y se avanza, a veces apenas unos metros cada cinco, diez minutos.  Las supercarreteras, como  los aeropuertos,  son  imponentes obras de ingeniería cuya operación depende de un delicado equilibrio.  En el corredor que va desde Virginia hasta el extremo este de Baltimore (en dirección a New York o Philadelphia) cualquier incidente puede provocar un colapso total de tramos larguísimos de la autopista. Yo lo he visto con carros descompuestos o accidentes menores,  y también con el hielo, la nieve, o incluso la lluvia.  Pocas semanas antes de partir hubo una madrugada de aguaceros, algo muy leve si pensamos en lo que significa llover en el trópico,  pero suficiente en esta área de Estados Unidos para inundar los pasos bajos los puentes y crear un caos que alargó la espera en los embotellamientos hasta en tres horas.  No en balde la gente sufre colapsos nerviosos mientras van en sus carros,  como le ha ocurrido a algunas de mis amistades. Tampoco es extraño que uno mismo se invente estrategias para dejar salir la tensión de estar en carretera.  La mía es muy simple: grito a todo pulmón.  No articulo palabra alguna, no pido nada;  solamente lanzo otro ruido al aire,  uno  que me sale de muy dentro y me alivia.

             Tomé la autopista hacia las montañas de Carolina del Norte.  Mi primera parada fue Chapel Hill, donde está la famosa University of North Carolina,  una institución poblada de reminiscencias de la época de la esclavitud y del difícil tránsito hacia lo que hoy son los Estados Unidos y en especial el Sur.  Ahí cené con unos ex estudiantes con quienes guardo relaciones de complicidad y afecto.  Chapel Hill es uno de esos college towns,  un centro urbano cuya razón de ser es la universidad, y por eso mismo está llena de tiendas de chucherías, barcitos, restaurantes baratos, y donde pululan causas políticas, culturales y, más recientemente, ambientales.   Es el único campus que conozco con un cementerio, el cual además tiene la particularidad de tener un área para los blancos y una para los negros.  Según R., mi estudiante, las autoridades universitarias han preferido mantener el camposanto segregado como un recuerdo de esa fractura social y ética que recorre este país.  Esa historia señaló mi regreso al Sur,  pues de ahí en adelante la tensión racial había de estar siempre presente.  La encontré en otras historias que poblaban el campus,  en los conjuntos escultóricos, en anécdotas sobre la corrección política y la irreverencia de la gente.

Chapel Hill, sin embargo, me dejó una bonita imagen cuando ya estaba a punto de irme a dormir tarde en la noche:  Unos recién casados que se paseaban en un rickshaw por la avenida principal del pueblo saludando a los noctámbulos.  La gente les correspondía con buenos deseos y alguno que otro con un brindis,  aunque fuera con copas imaginarias.

Al día siguiente pasé por Asheville, un pequeño pueblo de hippies viejos, progres jóvenes, artsy y cool, uno de esos lugares que parecen plantados a la fuerza en medio de un paisaje social y político que los contradice.  Hay pocos sitios similares en los Estados Unidos:  Madrid y Santa Fe en Nuevo México, New Orleans en Louisiana… Asheville está lleno de tienditas con artículos de todo el mundo,  librerías de viejo,  centros de meditación, ventas discos de vinilo, comida orgánica y turistas, muchos turistas, todos deambulando por las calles en busca de una experiencia.

Al atardecer llegué a Maryville, cerca de Knoxville en Tennessee, donde me esperaba G., un antiguo roommate con quien arreglé todos los males del mundo mientras tomábamos vino barato y comíamos carne. G. es fumador de habanos, conservador centrista—sí, sí existen conservadores orientados hacia el centro, así como hay liberales que parecen miembros del Partido Republicano—devoto de la cultura brasileña y del siglo XIX latinoamericano. Si he aprendido con alguien lo que significa ser tolerante con las ideas de otros, esa persona es G., pues nuestras diferencias ideológicas han ido con los años del choque frontal a la búsqueda de espacios comunes y al establecimiento de acuerdos de no agresión.  

Con él fui a recorrer uno de los parques nacionales de las Smoky Mountains.  Demasiados visitantes,  demasiadas fotos con esas cimas azulosas de fondo, demasiada ansiedad de la gente cada vez que aparecía un venado a lo lejos, demasiados recuerditos a la venta en la tienda del parque.  Ir a los parques nacionales requiere tiempo y preparación,  demanda tomar un sendero lejos de donde los turistas de un día nos reunimos y  plantar una tienda para pasar la noche a la espera de un signo que puede venir en algo tan simple como un olor,  o en el ángulo de la luz sobre los bosques.  Pero yo no guardo foto alguna de esos momentos en los que la naturaleza se comunica con vos. No se puede fotografiar lo inasible.

El último día manejé por el norte de Alabama, Mississippi—hasta llegar cerca de Jackson, la capital—y el este de Louisiana. Esos recorridos de tantas horas te permiten reflexionar, desesperarte, ir de paisaje a paisaje mientras se avanza. Al fin estaba en el Sur Profundo, el mítico espacio de Faulkner, Welty, McCullers, Percy, Kennedy-Toole...  Al fin llegaba a casa, aunque en términos reales estaba llegando a un apartamento vacío en la esquina de Hillary y Benjamin, donde unas pocas semanas antes hubo dos tiroteos que las autoridades aún no habían podido resolver…

3 comentarios:

Guillermo Barquero dijo...

Uriel, qué clase de inspiradora crónica, y no me refiero a esa inspiración de libro de autoayuda o cosa similar, sino a ese dejarse llevar por lo vivido, por los aires respirados y las tocolas de ganja seca que se consumen en un último segundo caliente, que terminan generando una parrafada de paisajes agrestes y campus universitarios con cementerios. Curioso, porque te terminaste traicionando en un viaje del que no dejarías constancia, pero que produjo esta belleza de texto.
En el último párrafo yo solo agregaría "y Flannery O'Connor".
Gracias por el texto.

Uriel Quesada dijo...

Amigo Sentenciero, creo que tenés razón: Es imperdonable omitir a Flannery O'Connor. Me disculpo por ello y de paso te agradezco tu generoso comentario--U.

depeupleur dijo...

Voy a secundar la opinión de Guillermo, la crónica está buenísima, para que se ocupan camaras si un párrafo vale mil fotos. Se siente en el texto, a pesar de la aparición de los amigos, una soledad terrible. Tal vez por esa sensación de soledad es que a veces no nos sieta bien la belleza, que amplifica esos sentimientos al borde de lo insoportable.

Postulo para el último párrafo además a Porter y a Cather, aunque en realidad el santo patrón de Nueva Orleans en realidad sea Kennedy-Toole.