domingo, 28 de septiembre de 2008

Solás solo en Sanjosé


La muerte de  Humberto Solás, director cubano, me produjo una serie de recuerdos confusos.  Los primeros años de la década de los noventa fueron importantes para mí en cuanto a exploración de muchas cosas.  A la distancia, sin embargo, fue también una época de gran oscuridad, pues pasé cocinando a fuego lento lo que en algún momento se convirtió en la crisis depresiva más profunda de mi vida.



No puedo precisar de dónde vino la iniciativa, pero desde finales de los ochentas empezaron a visitar Costa Rica personas relacionadas

 con la ind

ustria del cine.  Yo, que siempre quise dedicarme al cine, encontré en esas visitas una válvula de escape. Jamás hice verdadera amistad con nadie, ni los guionistas, ni los editores, ni los directores, pero aprendí mucho y empecé a creer que tal vez algún día finalmente podría hacer mi película.



Solás fue parte de ese grupo de celebridades.  Vino a Costa Rica a impartir unos talleres de dirección y yo por supuesto me inscribí como lo había hecho en cuanto curso se ofrecía.  La relación entre él y yo no rozó siquiera los límites de la cordialidad. Fue de mucha distancia, de mucho rechazo, aunque nunca supe por qué.  A mí me llamaba “El señor” y no recuerdo un solo gesto de simpatía de su parte.  En aquellas épocas caerle bien a la gente era importante para mí,  por lo que la actitud de Solás me desconsolaba bastante.  Además sentía culpa porque jamás había podido ver su obra maestra “Lucía”.   Sí conocía otras de sus películas, pero “Lucía” no soportaba verla.  En ocasión de su visita se organizó una proyección especial del filme en la Sala Garbo y otra vez, a los pocos minutos, sentí que el mundo se movía vertiginosamente a mi alrededor y salí de la sala de proyección a punto de vomitar. ¿Rechazo profundo a Solás, a quienes llamaban “Visconti” y a él le gustaba?   Años después me di cuenta que la razón era más pueril: padezco de vértigo visual,  por lo que esas películas cuya imagen es muy ines

table, filmadas usualmente con cámara al hombro, me marean al punto de ponerme a sudar frío y de hacerme casi perder el sentido.  


La cosa se puso peor cuando Solás se quejó del hotel donde estaba alojado.  Una de las personas que lo trajo a Costa Rica era amigo de una muy buena amiga mía, Ana Graciela.  Por esa cadena de relaciones Anita había conocido a Solás y parece que los dos congeniaron muy bien.  Luego se dio la circunstancia de que Anita viajaba a Miami a comprar ropa para su negocio de contrabando hormiga y su amigo le pidió permiso para que Solás se mudara a su apartamento.  Así Visconti esta ría en un lugar que le agradaba —había percibido de inmediato lo que tocaba Anita

—podría avanzar en algunos proyectos y estaría solo.   Lo malo es que mi amiga estaba preocupada por dejar desatendido a tan magnífico invitado y me pidió ayuda:  quería que estuviera al tanto de Solás, y a él mismo le hizo la indicación de recurrir a mí como una persona de absoluta confianza. Visconti, sin embargo, jamás me buscó, y aunque Anita me había pedido que “le diera una vueltita” de cuando en cuando,  yo no pasé de llegar al portón de la propiedad y dudar por largo tiempo ante el intercomunicador.  Al final siempre me iba.


Una mañana Solás estaba disertando sobre la dirección de actores.  Él era ferviente devoto del método del Actor’s Studio, y creo que se abrumó al darse cuenta de que nadie sabía de qué estaba hablando.  Yo sí conocía el método,  pero por libros, y por supuesto no me animé a decir nada simplemente para no exponerme a otro desaire de Visconti.  Como tarea habíamos leído una escena de “La gaviota”, de Chéjov, y nadie atinaba a hacer bien el ejercicio de práctica:  representar un breve diálogo entre la protagonista y el hombre mayor, perverso y aprovechado, que le proponía verla cuando ambos estuvieran de vuelta en Moscú.  Solás había perdido por completo los estribos, no lograba que nadie internalizara la atmósfera de la escena, nadie parecía capaz de usar su memoria afectiva efectivamente. Ya al final de varios intentos, volvió la vista a quienes quedábamos en el grupo —un tanto asustados para ser honesto—y señalándome con la barbilla dijo: “Usted, señor”.   Llamó a una chica jovencita y nuevamente dio la instrucción:  “Usen la memoria de sus sentimientos, de sus experiencias, y háganlo bien”.  Entonces cerré los ojos por unos instantes y pensé en esa persona de la que estaba enamorado en ese momento. Me metí en el deseo tan grande que me desordenaba y sin casi moverme empecé a decir el diálogo.  La muchacha, muy nerviosa, prácticamente saltaba frente a mí, y mientras yo repetía esas frases que procuraban vencer su resistencia no la veía a ella sino a ese hombre de mis desvelos. Recuerdo que en cierto momento incluso la tomé de un brazo. No era un gesto de amor sino de autoridad. La chica dejó de moverse nerviosamente, me miró a los ojos con los suyos muy abiertos,  me siguió y luego fue mano a mano conmigo hasta terminar el ejercicio juntos.


Lo que me sacó de ese mundo magnífico fue el aplauso de los presentes.  Solás se levantó y empezó a alabar mi trabajo.  Dijo incluso que yo le recordaba un animal salvaje a punto de lanzarse sobre su presa y la muchacha a su vez explicó que yo le producía miedo, que ella trataba de verme directamente a los ojos, pero algo en ellos la asustaba y atraía al mismo tiempo.  Alguien se quejó de que yo no me había movido, que mi expresión corporal había sido nula, pero para Solás era un detalle mínimo, algo de escuela nada más.  


Y aunque de nuevo, a los pocos minutos, Solás volvió a ser indiferente e incluso grosero, algo había cambiado.  Por unos tres minutos fui el actor que desde mi niñez me propuse ser. Fui un personaje de Chéjov y además aprendí algo más sobre el amor, su presencia siempre oportuna y gratificante.  Aunque los recuerdos de aquel entonces sean confusos tengo fresca en la memoria la intensidad de ese deseo.  Y todo eso se lo debo a Humberto Solás, mejor conocido como Visconti. Que en paz descanse.

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