Pekín, junio de 1989, las protestas estudiantiles se reprimen a sangre y fuego. La noticia de la matanza en la plaza de Tiananmen circula por el mundo casi como un rumor, aunque hay una foto de un joven agitando los brazos—creo—ante un tanque que avanza y avanza.
Morelia, noviembre de 1990, un oscuro escritor costarricense termina en un encuentro de escritores. Al hacer trámites en el consulado mexicano el funcionario lo ha tratado con ironía. Usted debe ser muy famoso en México, le ha dicho, porque invitarlo a este evento… Las cosas, bien se sabe, son diferentes. Alguien conocido en México no puede asistir a la cita de Morelia y ha soltado el nombre del oscuro escritor cuando se le ha pedido una recomendación. Azares y afectos también mueven el mundo.
Luego de unos recitales en ciudad de México, el grupo se embarca a Morelia. Senel Paz acaba de ganar el premio Juan Rulfo. Sergio Pitol le cuenta al oscuro costarricense sobre una mujer que conoció muchos años atrás. Se llamaba Yolanda Oreamuno. La recuerda porque no es común encontrarse costarricenses perdidos en otros países. En una foto tomada en lo que podría ser un convento aparece el oscuro escritor, por supuesto, con Pedro Ángel Palou, Ana Lydia Vega y Luis Britto García.
En el congreso se puede hallar gente de todo el mundo, estrellas literarias que el escritorcito no conoce. Entre ellas dos poetas chinos. Veinte años después el costarricense los recuerda gordos, oficiales, como copias de Mao. Es casi obligatorio asistir al recital de los chinos. Hay mucha expectativa en el ambiente, y los poetas oficiales la honran: Leen su obra, se escudan tras la fortaleza del idioma chino y no hablan más de lo debido. La palabra Tiananmen no se pronuncia. ¿A cuenta de qué? ¿Acaso existe en la historia oficial? ¿Acaso la memoria del poder percibe el olor de la sangre? Por unos minutos en Morelia la literatura se ha vaciado de contenido, se ha vuelto una máscara. En el silencio confirma su complicidad con el crimen.
Junto a los poetas oficiales su traductor al español es apenas un chico desmirriado y muy risueño. Tiene un fuerte acento mexicano cuando traduce a sus compatriotas. Una vez que éstos han terminado su lectura, el traductor le pide permiso al público para recitar su propia poesía—antes, aclara, ha sido honrado con el permiso de sus camaradas. El atrevimiento es recibido con mucha simpatía, una travesura de alguien que se siente protegido por las afinidades con la cultura mexicana y el español. No lee, quizás para no dejar evidencia que algún enemigo pueda utilizar en su contra más tarde. Empieza a reconstruir la matanza, a recordar a los jóvenes asesinados. Se apasiona, se revela a versos mientras los poetas oficiales miran a ninguna parte, sin entender ni una palabra—presumimos los asistentes. El público aplaude, grita, aúlla, ama a ese chiquillo que aparece en el programa como un apéndice de los poetas-voces oficiales de China. En apenas un puñado de minutos, el traductor convertido en poeta y en la memoria de su gente y de todos nosotros ha llenado de vida el recinto.
Desde entonces Tiananmen ha perseguido al oscuro escritor costarricense. No es la plaza Tiananmen de la experiencia, no es la verdad, sino una voz liberada entre los muros de piedra de Morelia.
3 comentarios:
Me identifico plenamente. Hay poetas que tienen voces plenas cuando son desconocidos pero luego vienen los zarpazos del poder cuando se titulizan escritores de altura y se atropellan por doquier con sus máscaras permanentes de egolatrías para dejar luego, un vacío en su obra...
Aplaudo las voces que siempre son libres a pesar del herrumbre cultural y de la tentación de retumbar con un GRAN NOMBRE en vez, de engrandecer la altura de su obra.
Bella narración, bella anécdota. Me recordó "Parábola del palacio", de Borges: la voz del poeta que construye y destruye el mundo, la voz del poeta que erosiona el poder.
Saludos.
Toda bella anécdota lo es más cuando sale de la pluma de un buen narrador.
En otras manos, esta exquisitez se habría perdido.
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