lunes, 8 de junio de 2009
Comida versus nutrientes
Hay libros que uno lee solamente por insistencia de los amigos, por sus vehementes comentarios, y porque terminan poniéndote un ejemplar en las manos con la advertencia de que muy pronto tendrás que pasar un examen oral sobre forma y contenido, y que Dios te ayude si no lo aprobás. Bueno, no todas las recomendaciones son exactamente así, pero hay algunas que asumen formas muy curiosas y hasta extremas.
Quienes me sugirieron “In Defense of Food”, del periodista Michael Pollan, han decidido llevar a la práctica cuanto puedan para comer mejor. Ahora en su casa todo es orgánico y ya no sirven el arroz blanco de siempre sino uno al que no se le ha quitado la cascarita, y que aparte de un color oscuro tiene un sabor un poco extraño, no necesariamente a arroz. Ellos también quieren sembrar su propia huerta, utilizando un abono hecho a partir de desperdicios, como recuerdo lo hacía mi abuelo cuando yo era niño. Han puesto el abono en un pequeño balde que al abrirlo suelta un olor penetrante y muchos insectos, sobre todo moscas. Con mucha más demora va el proyecto de hornear su propio pan, y mientras tanto han dejado de comprar pan empacado mientras que el de panadería—un lujo en los Estados Unidos—pasa por rigurosa inspección.
Libros como el de Pollan gravitan peligrosamente entre dos categorías, la del ensayo—una de mis favoritas—y la de autoayuda, la cual considero una de las pestes que mi esnobismo menos puede soportar. Apoyo mi razonamiento en lo siguiente: 1) Los libros de autoayuda parten del hecho de que todos los fenómenos de la vida y las pasiones humanas pueden ser categorizados y descritos at nauseam, sin espacio para la originalidad o la improvisación; 2) tienen un substrato ideológico ultraconservador, pues presumen que existen una normalidad y desvíos de esa normalidad, y por esa razón primero desarrollan un argumento binario normal/anormal y luego le recomiendan a los lectores desesperados cómo “corregir” sus desviaciones; en otras palabras parten del hecho de que el mundo es como debe ser y las disidencias no son tales sino desajustes individuales (por lo tanto sólo el individuo puede volver al camino ya trazado); 3) diría el filósofo español José A. Marina que para que un libro de autoayuda sea efectivo se requiere fundamentalmente voluntad individual para cambiar, pero a la vez si ya se tiene esa voluntad (por algo la persona está dedicada a la lectura de sus culpas y las alternativas de redención) no hay necesidad de leer tal libro…
La primera parte de “In Defense of Food” traza un panorama muy negativo de la industria alimentaria en Los Estados Unidos y sus consecuencias a nivel de la salud. Pollan hace una propuesta sugestiva en el sentido de que las sociedades modernas han desplazado el concepto de comida por el concepto de alimento. “Comida” es integral, cada una de las cosas que servimos en la mesa se constituye en un todo con múltiples ventajas y mínimos inconvenientes para nuestro organismo. Pollan se refiere a los componentes bioquímicos, el misterio de la absorción de la comida por el cuerpo humano... No olvida—y ese detalle me agrada mucho—que comer significa también un acto social y cultural, con sus tiempos, sus ritos, sus significados privados, locales, y al mismo tiempo universales. Pero la sociedad contemporánea, principalmente a partir de los setentas, ha perdido el rumbo. Ya se consume comida sino “nutrientes”. En ese sentido, una lechuga deja de ser tal, pierde su unidad, porque la ciencia de alimentos la ve como un conjunto de componentes que se pueden aislar con objetivos diversos. El más claro de esos propósitos es hacerse de los nutrientes e industrializarlos en productos de consumo masivo, muy baratos, o buscar substitutos que permitan maximizar las ganancias de las empresas. Pollan discute cómo la industria alimentaria ha cabildeado para que las autoridades de salud emitan normas que rehuyan un lenguaje directo y explícito, de tal forma que la legislación sobre alimentos sea suficientemente vaga para beneficiar a las empresas. En conclusión, hemos dejado la comida por los nutrientes.
En Estados Unidos primero, luego en el mundo, la comida desaparece de las mesas, dando paso a nutrientes agregados industrialmente, a químicos que prometen un efecto principal pero callan (o desconocen) los colaterales. Pollan hace un interesante análisis del deterioro en términos reales de los índices de salud en EE.UU. o de la falsa relación entre los nutrientes artificiales y el bienestar general de una sociedad. Su análisis es, en muchos sentidos, una deconstrucción del lenguaje del consumo, aunque no lo manifieste explícitamente. Por otra parte, su libro menciona el efecto económico de las transformaciones en los hábitos de comer, pero evita hacer una crítica fuerte de ese aparato productivo. Así consigue hacer un rodeo para no ensuciarse las manos con problemas peliagudos pero a la vez deja las cosas en un limbo, como si la basura que estamos comiendo hoy fuera algo que simplemente ha pasado, independiente de un contexto histórico y político.
El panorama al final de esta primera parte de “In Defense of Food” es muy desalentador. Pareciera que los consumidores estamos en un callejón sin salida, pues tanto en el supermercado como en los restaurantes nos acechan productos altamente procesados, los cuales pueden cancerígenos o dañinos para el corazón u otros órganos. Lo natural cada vez ocupa menos espacio en las góndolas de los supermercados, mientras lo de origen industrial va tomando su lugar. Hay algunas soluciones parciales, como la comida orgánica—no es perfecta, pero es menos mala—o las cooperativas locales que existen a lo largo del país. También los mercaditos de productores, reunidos en los llamados “Farmers Markets”, o lo que ofrecen comunidades más tradicionales como los amish. Estas alternativas, sin embargo, resultan a insuficientes por razones de costo o porque rompen con la lógica de la “productividad social”. Pienso como ejemplo en los mercaditos de New Orleans, que abren los martes cuando todos estamos en la oficina, o el caso de los amish, quienes por razones religiosas no trabajan los domingos.
Quizás para darle a su libro un final no tan pesimista, Pollan cae en la tentación de ofrecer listas de soluciones—haga su propia huerta, no coma lo que usted no pueda describir, explicar o entender; cocine lo que su bisabuela cocinaría. Se enreda lamentablemente en los cables de la autoayuda. Algunas de esas salidas son absurdas o a todas luces irrealizables para quienes viven en la ciudad, tienen horarios de trabajo “a lo gringo” o simplemente no pueden permitirse gastar más dinero en alimentos especiales.
Hay tras las recomendaciones de Pollan un llamado a un cambio cultural, lo cual es costoso y poco factible en el corto o mediano plazo. Eso sí, uno puede confabularse con sus amigos o familiares para comer mejor, pero a sabiendas de que apenas se puede aliviar un problema que nos excede. De todas maneras vale la pena intentarlo.
(Este artículo fue originalmente publicado en "Otrolunes" el 8 de junio de 2009)
miércoles, 3 de junio de 2009
Tiananmen, Morelia
Pekín, junio de 1989, las protestas estudiantiles se reprimen a sangre y fuego. La noticia de la matanza en la plaza de Tiananmen circula por el mundo casi como un rumor, aunque hay una foto de un joven agitando los brazos—creo—ante un tanque que avanza y avanza.
Morelia, noviembre de 1990, un oscuro escritor costarricense termina en un encuentro de escritores. Al hacer trámites en el consulado mexicano el funcionario lo ha tratado con ironía. Usted debe ser muy famoso en México, le ha dicho, porque invitarlo a este evento… Las cosas, bien se sabe, son diferentes. Alguien conocido en México no puede asistir a la cita de Morelia y ha soltado el nombre del oscuro escritor cuando se le ha pedido una recomendación. Azares y afectos también mueven el mundo.
Luego de unos recitales en ciudad de México, el grupo se embarca a Morelia. Senel Paz acaba de ganar el premio Juan Rulfo. Sergio Pitol le cuenta al oscuro costarricense sobre una mujer que conoció muchos años atrás. Se llamaba Yolanda Oreamuno. La recuerda porque no es común encontrarse costarricenses perdidos en otros países. En una foto tomada en lo que podría ser un convento aparece el oscuro escritor, por supuesto, con Pedro Ángel Palou, Ana Lydia Vega y Luis Britto García.
En el congreso se puede hallar gente de todo el mundo, estrellas literarias que el escritorcito no conoce. Entre ellas dos poetas chinos. Veinte años después el costarricense los recuerda gordos, oficiales, como copias de Mao. Es casi obligatorio asistir al recital de los chinos. Hay mucha expectativa en el ambiente, y los poetas oficiales la honran: Leen su obra, se escudan tras la fortaleza del idioma chino y no hablan más de lo debido. La palabra Tiananmen no se pronuncia. ¿A cuenta de qué? ¿Acaso existe en la historia oficial? ¿Acaso la memoria del poder percibe el olor de la sangre? Por unos minutos en Morelia la literatura se ha vaciado de contenido, se ha vuelto una máscara. En el silencio confirma su complicidad con el crimen.
Junto a los poetas oficiales su traductor al español es apenas un chico desmirriado y muy risueño. Tiene un fuerte acento mexicano cuando traduce a sus compatriotas. Una vez que éstos han terminado su lectura, el traductor le pide permiso al público para recitar su propia poesía—antes, aclara, ha sido honrado con el permiso de sus camaradas. El atrevimiento es recibido con mucha simpatía, una travesura de alguien que se siente protegido por las afinidades con la cultura mexicana y el español. No lee, quizás para no dejar evidencia que algún enemigo pueda utilizar en su contra más tarde. Empieza a reconstruir la matanza, a recordar a los jóvenes asesinados. Se apasiona, se revela a versos mientras los poetas oficiales miran a ninguna parte, sin entender ni una palabra—presumimos los asistentes. El público aplaude, grita, aúlla, ama a ese chiquillo que aparece en el programa como un apéndice de los poetas-voces oficiales de China. En apenas un puñado de minutos, el traductor convertido en poeta y en la memoria de su gente y de todos nosotros ha llenado de vida el recinto.
Desde entonces Tiananmen ha perseguido al oscuro escritor costarricense. No es la plaza Tiananmen de la experiencia, no es la verdad, sino una voz liberada entre los muros de piedra de Morelia.
martes, 2 de junio de 2009
"Moriré, pero mi memoria sobrevivirá"
Para los aficionados a las novelas de detectives, Henning Mankell es uno de sus autores contemporáneos de referencia. Punta de lanza del llamado noir nórdico, Mankell ha explorado Suecia y sus contradicciones, haciendo la crítica de una sociedad que por mucho tiempo se tomó como el modelo al que se debía aspirar—calidad de vida, tranquilidad, progreso... pero que alimenta de una violencia oculta tras las instituciones que lo ha acreditado como el país perfecto.
Mankell también dirige el teatro nacional de Maputo, en Mozambique, donde pasa seis meses del año. Su conocimiento de África es, por lo tanto, de primera mano, y su escritura sobre el continente se produce desde adentro, desde posturas bastante anticolonialistas. “Moriré, pero mi memoria sobrevivirá” es un corto ensayo sobre la epidemia del sida en África y en especial sobre un programa que provee a los enfermos—terminales no por lo avanzado de la enfermedad sino por la imposibilidad de recibir atención médica adecuada; mientras que en otras partes del mundo el sida ha pasado a ser un mal crónico, en África el mero contagio se traduce de inmediato en una condena a muerte—de lo que se llama “memory books”, unos cuadernos donde las personas pueden dejar mensajes o recuerdos a quienes les sobrevivan, en su mayoría hijos e hijas. El gesto de escribir o ilustrar o simplemente de tener la oportunidad de expresarse de cualquier modo es una forma de catarsis para las personas afectadas por el sida. No va a mejorar su salud, tampoco va a convertirse en un testimonio para que gentes de otros confines conozcan y se conmuevan—como en América Latina, la marginalidad se muestra por distintos frentes, sean estos la pobreza, el color de la piel, el analfabetismo o la enfermedad. Los “memory books” son una forma de herencia intima, pero sobre todo un gesto de aceptación del proceso de muerte.
África en la escritura de Mankell es un espacio históricamente jodido y condenado a padecer aún más por la negligencia y ambición de Occidente. Tras un pasado colonial que ha determinado las relaciones Europa-África, la epidemia del sida se convierte en su perpetuación, pues Europa ayuda según sus modelos, sin hacer mucho esfuerzo por entender las culturas locales o cómo ciertos comportamientos “poco civilizados y risibles” son realmente expresiones de un colonialismo aún latente. África tiene, además, el futuro marcado por la destrucción económica—las personas en edad productiva son las que están muriendo—y por la orfandad; es un continente lleno de niños que al quedarse huérfanos tan pronto en sus vidas asumen responsabilidades para las que no están preparados o quedan expuestos a retos sin tener adultos que les sirvan de modelos y sin apoyo afectivo. En este contexto, el sida es más bien un síntoma de males mayores, como el colonialismo y el abandono, cuyo gran responsable es Occidente. La tragedia africana es un campo de batalla humanitario, desvirtuado por intereses políticos, religiosos, económicos e ideológicos. En una relectura de la historia de la propagación del sida, Mankell retrata a Europa y Estados Unidos como los grandes transmisores del mal.
Yo llegué a este texto por varias razones personales. Mankell es la menor de ellas, pero también juega un rol. El tema de la pandemia del sida es más relevante para mí, sin embargo lo que más me atrajo fueron las conexiones entre enfermedad y memoria, entre subalternidad y voz, entre escritura—sea como sea esa escritura—y catarsis. Me sorprendió el hecho de que se recurriera a cuadernos para dejar testimonio de lo que le ocurre a la población africana en lugar de archivos de voz, en especial al considerar el alto nivel de analfabetismo en el continente. Para explicar esa decisión puede haber varias razones, desde técnicas hasta el hecho de que el “memory book” queda en manos del enfermo para que haga con él lo que quiera o pueda. Es un objeto personal, privado cuyo producto final quedará igualmente en ese ámbito.