Un sábado de mayo Amy McNichols, Mahlia Joyce (en la foto) y yo manejamos a Philadelphia para ver la exposición itinerante de Frida Kahlo. En 2007 había tenido la suerte de ver una gran retrospectiva de Kahlo en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, por lo que esta nueva visita a los territorios de la artista mexicana me deparaba más bien los gozos de un rencuentro. Claro, lo visto en México versus el Museo de Arte de Philadelphia tenía sus diferencias, no tanto en cuanto a las pinturas de la artista, sino en el material adicional. Por ejemplo, en Bellas Artes se había montado en una sala aledaña una muestra de periódicos de la época, con noticias incluso de las fechas cuando Frida murió. En Philly todo parecía un poco más íntimo –si acaso puede hablarse de un espacio estrictamente privado en el caso de Frida y Diego Rivera. Sin embargo, imponía su presencia una colección de fotografías proveniente de un enorme acervo que alguien había recibido directamente de Kahlo. Sólo las fotos merecían una visita, y de hecho Mahlia hizo varias
“peregrinaciones” hasta que la exposición cerró el 18 de mayo.
Me encantó volver a apreciar “El suicidio de Dorothy Hale”, ese exvoto cuya
tragedia y humor desbordan el lienzo hasta tomar el marco. “El suicidio” sería
la representación perfecta de un cuento: La progresión hacia un final inesperado
(no la muerte de Hale en sí sino su actitud ante la muerte), las múltiples capas
narrativas, ese desbordamiento hacia todas partes que a la vez queda contenido
en el espacio mismo del cuadro, el poder de la sugerencia, sus enlaces con una
tradición sobre todo de cultura popular.
Como ocurre casi siempre en los Estados Unidos, al final de la exposición había
una tienda repleta de chucherías y de clientes ansiosos por llevarse su recuerdito,
desde tazas hasta corbatas con la imagen de Frida sufriente, desde muñequitas
de papel hasta figuras articuladas. Frida como pasión y como acto de consumo.
Nosotros, creo, no compramos nada.
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