lunes, 25 de mayo de 2009

Desintoxicación con alcachofas


O light! This is the cry of all the characters of ancient drama brought face to face with their fate. This last resort was ours, too, and I knew it now. In the middle of winter I at last discovered that there was in me an invincible summer.

 

Albert Camus. Return to Tipasa (1952)


Winter is over, so is winter blues. Quienes me conocen saben que tengo una larga historia de depresión,  cuyo diagnóstico definitivo hasta ahora no ha sido posible. Es muy probable que haya sufrido ese mal desde que era niño, aunque tuve mi primera crisis clara hasta los quince años. Desde entonces he pasado por el consultorio de muchos psiquiatras, algunos psicólogos, hipnotistas, neurólogos, naturistas, acupunturistas, mediums y variedad de personas de fe.  Y aunque mis más recientes crisis no han sido tan severas como en el pasado, aún cargo la enfermedad como una sombra irreverente que se proyecta en mí y determina mi vida en muchos sentidos.

            Este pasado invierno fue especialmente largo. Acaba de terminar, justo en abril.  No se cumplió aquel dicho que va así: “If March comes in like a lion, it will go out like a lamb”.  No, de ninguna manera. Para peores mi invierno personal, my own winter blues, ya estaba plenamente instalado desde octubre.

            Con el propósito de lidiar con el malestar de las depresiones—no crean que me pongo triste, saco un violín y paso horas tocando canciones nostálgicas, hablo más bien de dolores musculares, sueño alterado, periodos de poco apetito—lo primero que me recetó mi psiquiatra fue una “Happy Light”.  Según las instrucciones debía sentarme al menos media hora frente a esta lámpara de intensísima luz blanca.  El tratamiento permitiría activar algo en mi cerebro (la parte sensible a la luz se halla en la frente,  las cejas y en la zona entre los ojos) que me haría sentir despejado, despierto y listo para mi día.  En ningún momento pude escribir nada creativo durante esas sesiones y una vez que terminaba y apagaba la luz, la oscuridad de la mañana invernal parecía succionar todo el efecto de la “Happy Light”.  Al final tomé la decisión más sabia:  dedicar esa media hora a dormir más. Ahora uso la lámpara cuando converso con amigos por Skype, pues me quita de la cara ese color verdoso con el que a veces salgo en pantalla.

            Entonces vino el tratamiento de verdad, con un antidepresivo llamado Effexor, muy bueno, muy caro, con pocos efectos secundarios, según mi médica.  A mí los antidepresivos siempre me hacen un daño terrible.  Paso días con una especie de recrudecimiento de los síntomas antes de mejorar y luego voy descubriendo los efectos  secundarios de más largo plazo.  Con Effexor sobreviví rápidamente el shock inicial, aunque para mí disgusto me tumbó por muchas semanas “aquello que te conté”, como solía decir mi abuela cuando quería referirse a la vagina, el pene o el trasero.  “Eso”, me advertía mi psiquiatra casi como en un ruego, “va a pasar tarde o temprano. No puede usted negar los beneficios de la medicina, y en ciertos momentos hemos de ser pacientes y esperar a cambio de los beneficios, o simplemente debemos decidir qué es más importante para nosotros: una erección o el diario vivir”.   Tal dilema filosófico-moral-sexual me puso contra la pared,  y al final opté por los beneficios tangibles. Dichos beneficios eran en realidad uno: funcionar social y productivamente.  No es solo el hecho de que la depresión vuelve insoportable al paciente sino que ser depresivo no es excusa para no ser productivo, al menos no en Los Estados Unidos.  Aunque los abundantes comerciales de antidepresivos se enfocan en las relaciones humanas y el derecho a la felicidad, lo cierto es que la depresión resulta muy cara  para el aparato productivo, y eso no es tolerable. El beneficio durante esas largas semanas de postración anatómica nada tenía que ver con mis deseos, con la gratificación espiritual que te da una aventurilla sexual. No, todo se refería a seguir montado en la máquina, no dejar de hacer ni de resolver ni de salir a comprar.

            Pero como decía al principio de este chisme, se ha acabado el invierno y este martes 19 me han dado de alta (he de aclarar para los amigos de los malos entendidos que mi naturaleza dejó de estar tumbada desde hace ya algún tiempo).  La psiquiatra me ordenó dejar la medicina no gradualmente sino de una sola vez, así que al escribir estas confesiones llevo una semana de dura desintoxicación: dolores de cabeza, nauseas, mareos constantes… Ni siquiera pude disfrutar unas alcachofas al vapor que preparé a la perfección el jueves 21 porque me cayeron como si me hubiera comido un buey con cola incluida. ¿No es una injusticia? ¿Qué cosa más tierna o inocua puede haber que una alcachofa? Uno ni siquiera se la puede comer rápido, pues antes de llegarle al corazón de pulpa hay que ir deshojando la alcachofa poco a poco (recomiendo meter la base de cada hoja en humus antes de chuparla) y  luego cortarle su corona de espinas light.

            Pero no todo es malo.  A los días pude digerir una ensalada, media sopa de verduras y el sábado, finalmente, unos pedacitos de carne. 

La vida vuelve, señoras y señores, la escritura también, aunque sea para un divertimento como éste.

2 comentarios:

Guillermo Barquero dijo...

Esas idas y vueltas a ese territorio sin forma y sin gracia son duras, a veces inexplicables o simplemente insoportables. Sin embargo, cuando se ha salido de una de esas "tandas", lo hecho desde el agujero son testimonios de que cosas como el suicidio o la autoextinción no deben estar como primeras opciones. Por fortuna. (Y, bueno, qué te diré del dilema que planteás...)

Uriel Quesada dijo...

Querido Sentenciero, personalmente me ha tocado sobrevivir a muchas tormentas, incluidas las que mencionás como el suicidio u otras formas de autoextinsión. Respecto a los dilemas... también a ellos se sobrevive