La novela de Juan José Millás, “La soledad era esto” (1990) llegó a mis manos por una de esas curiosas circunstancias que explican la vida de los bibliómanos. Estaba con mis amigos Hilda y Pedro, quienes tienen una generosa biblioteca en riguroso desmadre—según sus propias palabras—lo cual significa simplemente que los libros en los estantes no están acomodados bajo ningún criterio, así que esa biblioteca es como entrar a un jardín de delicias, donde puede uno encontrarse cualquier grata sorpresa en cualquier momento y a veces por partida doble o triple, pues a Hilda y a Pedro se les olvida lo que hay en su biblioteca y como buenos cronopios se van a las librerías y se topan con ese libro que siempre quisieron y lo compran con la alegría de la primera vez y luego—usualmente soy yo quien se los hace notar—se dan cuenta que ese libro ya había sido deseado con anterioridad y que ese deseo ya había sido gratificado. En fin, de “La soledad era esto” había tres copias en su casa, y me regalaron una.
Si hubiera que resumir esta novela en una palabra, usaría “dolencia”. Más que la claridad clínica que se asocia con la enfermedad, “La soledad” se refiere a una serie de dolencias que parecen venir en principio del organismo de la protagonista, Helena Rascón, pero que poco a poco se revelan como algo que surge de la forma de vida –materialmente hablamos de una clase media urbana española—de la pobre calidad de las relaciones humanas, de la sensación de vacío en medio de del bienestar. Helena padece un mal que nadie ha logrado diagnosticar claramente, y que se manifiesta en un estado permanente de ansiedad, en la necesidad constante de “hacer salir” cosas de su cuerpo, sea por sensaciones de suciedad, sea por afeitarse los pies, pero principalmente por urgencias como defecar, vomitar o hiperventilar. El cuerpo, los misterios que se manifiestan a través del cuerpo, le indican a Helena y a los lectores la inminencia de un cambio al nivel de las relaciones humanas. Y esa transformación va ocurriendo en la intimidad—y la soledad—del hogar citadino, sitio que parece significar a la vez reclusión y espacio de transformación.
Lo paradójico de Helena es que su proceso de curación requiere al final de un testigo exterior, por lo que contrata a un detective. Este personaje tiene la misión de reportar sobre una Helena que se desplaza por la ciudad (lo social en contraposición al hogar como espacio privado, de secretos y transformaciones), y luego, a través de correcciones a sus informes , crear una ficción sobre Helena y sus relaciones afectivas, no tanto basada en la realidad que observa, sino en una idea de verosimilitud que sea coherente con lo que su cliente quiera oír. Así las cosas, los informes del detective ya no son tales, sino cuentos sobre la vida de esa mujer a la que sigue; ya no es un texto motivado por la motivación de conocer las posibles infidelidades del marido, sino un ficción sobre Helena.
Leer “La soledad” puede remitirnos a otras obras en las que las dolencias son metáforas sociales o existenciales. “Lo Prohibido” de Benito Pérez Galdós, usaba la enfermedad para el enfrentamiento de las viejas clases sociales españolas de finales del siglo XIX con el nuevo orden político y económico, el capitalismo que se iba imponiendo en las ciudades a través del consumo. Otro ejemplo, quizás más noble por la actitud de los personajes, es “La muerte de Iván Illich”, de Tólstoi.
Aunque no soy entusiasta de este realismo urbano clasemediero—que me recuerda la cansina literatura de suburbio gringa—Millás tiene la habilidad de crear su drama a partir de elementos muy sencillos, de una escritura limpia y distinta que va metiendo al lector poco a poco por los senderos que desea explorar. Vale la pena.
1 comentario:
soledad=dolencia, buen resumen...
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