miércoles, 29 de julio de 2009

A Cincinnati State of Mind

Somos bastantes. Más de mil en buenas épocas, ochocientos y tantos ahora que la crisis económica ha empezado a debilitar los presupuestos estatales para educación, así como el ingreso de las familias.  Si las cosas siguen tan mal como se pronostica, probablemente en el 2010 seremos aún menos. 

Llegamos un martes de todas partes de los Estados Unidos—he conocido gente incluso de Alaska—y de algunos países de habla hispana—Perú,  España, Argentina.  Trabajamos ininterrumpidamente por una semana, luego volvemos a dispersarnos hasta la próxima convocatoria. De algunos no sabremos en todo el año, y cuando nos encontremos de nuevo miraremos disimuladamente  el gafete que por obligación se debe portar para no meter la pata con los nombres y ojalá tampoco con las historias que nos han contado y que debemos recordar.  Somos los AP-Readers, ese pequeño ejército que disciplinadamente trabaja ocho horas por día,  exactamente siete días,  calificando exámenes de español.  Unos, los más privilegiados, estarán en literatura;  otros en ensayos; la gran masa en producción oral.  Los estudiantes de secundaria toman los AP-Tests con la esperanza de eximirse de ciertos cursos cuando empiecen la universidad.  Si su desempeño es muy bueno podrán transferir créditos y con ello disminuir el número de años de estudio y, por supuesto, ahorrar dinero.  Porque estudiar en Estado Unidos es caro, quizás donde menos lo sea es California, pero en lugares como Maryland, por ejemplo, asistir a una universidad pública como UMD cuesta alrededor de $13.000 por año. Si el bolsillo, las becas y los préstamos lo permiten, se puede ir a una institución privada, que puede costar entre $30 y $60 mil, dependiendo de muchos factores, incluyendo el pedigrí académico.

Durante muchos años la cita anual de los AP-Readers se realizó  en San Antonio, Texas, un lugar que a casi todos los participantes complacía por su historia, su sabor latino y por el río con sus cafecitos, restaurantes y tiendas repletas de curiosidades.  Pero desde el 2008 la organización que convoca a los readers ha buscado una nueva sede. Así el año pasado fue Louisville, en Kentucky, ciudad famosa por ser la cuna de las cadenas de pollo frito, por sus carreras de caballos y su fábrica de legendarios bates de béisbol.  El asunto no marchó bien, y para este junio nos llamaron a Cincinnati, en el estado de Ohio.

            A Cincinnati se llega llega vía Kentucky, a un aeropuerto donde aterrizan sobre todo pequeños aviones de unos sesenta pasajeros.   Una vez que se ha cruzado el río Ohio, uno encuentra el centro de convenciones y un típico downtown en fuga, es decir mezcla de lo viejo y lo nuevo, del abandono y la promesa de recobrar un símbolo de viejas glorias.  Hay en Cincinnati una tienda Sacks-Fifth Avenue,  una Macy’s casi sin clientes, hoteles, torres de distintas compañías, mendigos a granel, bares gay demasiado discretos, un museo, una tienda de juguetes para adultos, un estadio de béisbol, una fuente antigua, edificios sellados, estacionamientos enormes, cantinas para quienes desean aliviar el tedio de la oficina, los restos calcinados de lo que probablemente fue un almacén interesante y la última parada de  varias líneas de autobuses.  No muy lejos, paralelo al río, empieza el barrio negro,  the Hood,  pero la gente te recomienda discretamente que no te aventurés ahí.

            Durante la semana de los AP-Tests, sin embargo, Cincinnati se convierte en algo más,  pues los casi novecientos readers toman el área aledaña a su hotel, curiosean la oferta cultural y culinaria de la ciudad y se encuentran. Ignoro si la mayoría somos latinos, pero me gustaría pensarlo así.  De no ser cierto,  somos al menos los ruidosos, los visibles.  Cada noche hay una peña donde se canta el repertorio previsible de la vieja bohemia—ciertos valses, ciertos boleros, rancheras,  nada muy provocativo ni reciente—hasta podría decirse que son las mismas canciones todos los años,  aquéllas que plenamente se han ganado el honor de ser consideradas “clásicos”,  diría mi amigo Jesús, aunque yo más bien he llegado a concluir  que se canta lo que se sepa quien toca la guitarra o el piano.  Las peñas se matizan con abundante comida y alcohol comprado en las licorerías de chinos de por ahí cerca y duran hasta pasada la medianoche, cuando el sentido del deber les recuerda a los asistentes que a la mañana siguiente hay que estar otra vez sentado ante una grabadora de cinta o una computadora escuchando un diálogo entre el estudiante y un supuesto amigo sobre una salida juntos, o una presentación oral  en la que el estudiante debe comparar las opiniones de dos expertos sobre la salud del idioma español.

            Pero el fin de la peña—en ocasiones tomada por impertinentes jóvenes que cantan canciones recientes, de esas que la mayoría de los asistentes habituales no se saben, o se atreven con la poesía o con absurdos como imitar artistas que no pertenecen al canon popular—no significa el de la noche.  Los AP-Tests convocan también otros placeres, otras curiosidades.  Se forman parejas de amantes cuyas aventuras se circunscriben al límite de siete intensos días;  se experimenta con el cuerpo o con las confesiones, pues tal vez esa nueva persona en nuestra vida nunca más vuelva a cruzarse con nosotros… Por ello a muchas habitaciones no se llega sino hasta bien entrada la madrugada, y a veces la excitación es mayor que el cansancio y ello provoca largas conversaciones entre viejos amigos o incluso entre perfectos desconocidos.


Los AP-Tests han sido para mí también el punto de reunión con mis conexiones caribeñas,  mis amigos de Puerto Rico y Cuba, sobre todo.  Llegan Jesús, Morbila, Teresita, Mani, Cecilia, José, Lianny…  Aparece otra gente,  que entra y sale de escena, que nos busca mientras nosotros nos contamos la vida nueva y nos descubrimos en los viejos trucos.   Comemos juntos, salimos a los bares,  me pongo al día con los giros y el acento cubano y ellos me preguntan por una Costa Rica que les resulta más una abstracción que un destino concreto;  un lugar al que prometen ir aunque pienso que nunca lo harán.  También con ellos repaso el proceso de hacerse americano,  un tema espinoso pero siempre presente.  Y en cierto modo Cincinnati es el sitio ideal para sentir ese proceso,  pues  America no es el imaginario que han impuesto Nueva York o DC,  no es Univisión ni los gigantescos malls de Miami.  America  se parece más al downtown de Cincinnati con su aire neutro,  casi indiferente ante los recién llegados, con el art-deco del Netherland-Plaza hotel, con  la plaza de la fuente, que compite por atención con la publicidad del equipo de béisbol local.  America como amalgama, tolerancia en tensión o invisibilidad.  País en español e inglés, pero también poblado de otros idiomas, eficiente de cara al día, pero perezoso si uno se lo permite.  Sociedad que nunca se detiene ni te espera. 

            Como otros años, esta vez en Cincinnati, nos sentamos cientos de personas a escuchar el español de las nuevas generaciones. El sesenta por cierto de los estudiantes que toman el test son de origen hispano y  sentido de pertenencia con esta America es muy distinta a la nuestra.  Escuchamos sus giros idiomáticos,  sus acentos, su relación con el  presente anglo y el pasado que habla de Argentina o México o Guatemala.  Después de las cinco de la tarde,  los readers nos escuchamos entre nosotros. Y es a través de tantas voces que se va creando ese otro país, no como algo físico sino más bien como un concepto, o una abstracción,  o un state of mind.