miércoles, 27 de mayo de 2009

Decir y sentir el adiós

Decir y sentir el adiós

(O una diatriba contra JM Serrat) 

En cierto modo Joan Manuel Serrat ha sido siempre un pesimista, y crecer cantando y adorando sus canciones  pudo haber tenido efectos irreversibles en la psique de personas sensibles como yo, del mismo modo que crecer a la grata sombra de la nueva trova—en especial su vertiente sobre la inminente liberación de América Latina—ha dejado a muchos en un estado de extravío que lleva ya casi dos décadas.

            Vuelvo a escuchar la música de Serrat pero sin síntomas de nostalgia cabrona. En ocasiones sin pensarlo siquiera me descubro canturreando las letras que aprendí a los diez o doce años, cuando Serrat aún tenía el pelo largo, venía a dar conciertos a San José y, según las malas lenguas, se  hartaba de mota con gente de la Universidad de Costa Rica. ¿Qué iban a pensar los camaradas de entonces que ellos mismos eran unos pesimistas redomados aunque creyeran que construían la sociedad del futuro y al hombre nuevo?  ¿Cómo podía un revolucionario de corazón disfrutar a plena luz “Cuando me vaya” o “Vagabundear”?   Sí, sobre todo esas canciones, aunque no las únicas. Letras que hablan de irse sin que la otra persona se entere—“Es hermoso partir sin decir adiós/serena la mirada, firme la voz”—todo sea para preservar una imagen de viajero impenitente, libre a toda costa, aunque la amante abandonada sufra por ese cierre violento de la relación.  La amante se despierta o llega a casa y se encuentra un vacío que le inmovilizará—“Y ese día, dulce melancolía/has de arrugarte junto al hogar/sin una astilla para quemar/cuando me vaya”—o se pondrá en camino a buscar ese macho que no está dispuesto a volver. En el peor de los casos, dígase “Penélope”, el abandono pasará a ser espera y después locura. Claro que hay excepciones que confirman la regla.  La más evidente es Curro el Palmo, del romance de igual título.  Pero recordemos que Currito es enano y quizás contrahecho,  que supuestamente “se leyó enterito a Don Marcial Lafuente [Estefania]”,  lo que pone en crisis la lógica de la temprana muerte a causa del mal de amor,  pues como todo el mundo bien sabe Don Marcial Lafuente publicó más de tres mil novelitas del oeste en 64 años de admirable labor.  Además, Merceditas es un poquito casco suelto y se va con otro que la pueda mantener y complacer mejor, nunca a cumplir sueños de libertad.

            Pero hay algo que personalmente no le perdono a Serrat, y es el hecho de que no le haya cantando al terrible momento en que un adiós se empieza a formar, a ese punto de inflexión en una relación  que la mayoría de los seres humanos no podemos entender de inmediato, y por eso somos incapaces de actuar cuando todavía hay tiempo. ¿Cuántas veces decir “adiós”  queda reducido al trámite final de un proceso de desgaste?  ¿Cuántas veces el “adiós” es un alivio y no esa horrible palabra que Serrat procuraba no mencionar a sus amantes?  Ahora que llevo varias semanas diciendo adiós, que he empezado a poner en cajas lo que queda de mí después de años de construir un mundo y una forma de vivir—incompleta, inmerecida, pero una forma de vivir al fin y al cabo.  En este momento, demasiado tarde para lo esencial, busco esa canción que me acompañe entre el desorden de cajas, bolsas apretadas de basura y de recuerdos que a partir de ahora voy a negar.  Busco y busco,  canto a solas y le pregunto a mi memoria, pero solamente se presentan soluciones parciales, imperfectas, que me dejan incómodo y sediento.

            Y por eso te hago reclamo público, querido y viejo Serrat, porque finalmente me debés una.

lunes, 25 de mayo de 2009

Un cuento brevísimo

Principio y fin

 

 

Tengo serios problemas con las introducciones.  Por favor, consideren ésta una conclusión.

 

New Orleans, 21 de Enero de 2003

Viajeros y mentiras

Me han gustado mucho estos brevísimos textos sobre viajeros, amor, arrogancia y sobre todo mentiras, elegantes mentiras.  Si no me creen vayan al siguiente enlace:


Desintoxicación con alcachofas


O light! This is the cry of all the characters of ancient drama brought face to face with their fate. This last resort was ours, too, and I knew it now. In the middle of winter I at last discovered that there was in me an invincible summer.

 

Albert Camus. Return to Tipasa (1952)


Winter is over, so is winter blues. Quienes me conocen saben que tengo una larga historia de depresión,  cuyo diagnóstico definitivo hasta ahora no ha sido posible. Es muy probable que haya sufrido ese mal desde que era niño, aunque tuve mi primera crisis clara hasta los quince años. Desde entonces he pasado por el consultorio de muchos psiquiatras, algunos psicólogos, hipnotistas, neurólogos, naturistas, acupunturistas, mediums y variedad de personas de fe.  Y aunque mis más recientes crisis no han sido tan severas como en el pasado, aún cargo la enfermedad como una sombra irreverente que se proyecta en mí y determina mi vida en muchos sentidos.

            Este pasado invierno fue especialmente largo. Acaba de terminar, justo en abril.  No se cumplió aquel dicho que va así: “If March comes in like a lion, it will go out like a lamb”.  No, de ninguna manera. Para peores mi invierno personal, my own winter blues, ya estaba plenamente instalado desde octubre.

            Con el propósito de lidiar con el malestar de las depresiones—no crean que me pongo triste, saco un violín y paso horas tocando canciones nostálgicas, hablo más bien de dolores musculares, sueño alterado, periodos de poco apetito—lo primero que me recetó mi psiquiatra fue una “Happy Light”.  Según las instrucciones debía sentarme al menos media hora frente a esta lámpara de intensísima luz blanca.  El tratamiento permitiría activar algo en mi cerebro (la parte sensible a la luz se halla en la frente,  las cejas y en la zona entre los ojos) que me haría sentir despejado, despierto y listo para mi día.  En ningún momento pude escribir nada creativo durante esas sesiones y una vez que terminaba y apagaba la luz, la oscuridad de la mañana invernal parecía succionar todo el efecto de la “Happy Light”.  Al final tomé la decisión más sabia:  dedicar esa media hora a dormir más. Ahora uso la lámpara cuando converso con amigos por Skype, pues me quita de la cara ese color verdoso con el que a veces salgo en pantalla.

            Entonces vino el tratamiento de verdad, con un antidepresivo llamado Effexor, muy bueno, muy caro, con pocos efectos secundarios, según mi médica.  A mí los antidepresivos siempre me hacen un daño terrible.  Paso días con una especie de recrudecimiento de los síntomas antes de mejorar y luego voy descubriendo los efectos  secundarios de más largo plazo.  Con Effexor sobreviví rápidamente el shock inicial, aunque para mí disgusto me tumbó por muchas semanas “aquello que te conté”, como solía decir mi abuela cuando quería referirse a la vagina, el pene o el trasero.  “Eso”, me advertía mi psiquiatra casi como en un ruego, “va a pasar tarde o temprano. No puede usted negar los beneficios de la medicina, y en ciertos momentos hemos de ser pacientes y esperar a cambio de los beneficios, o simplemente debemos decidir qué es más importante para nosotros: una erección o el diario vivir”.   Tal dilema filosófico-moral-sexual me puso contra la pared,  y al final opté por los beneficios tangibles. Dichos beneficios eran en realidad uno: funcionar social y productivamente.  No es solo el hecho de que la depresión vuelve insoportable al paciente sino que ser depresivo no es excusa para no ser productivo, al menos no en Los Estados Unidos.  Aunque los abundantes comerciales de antidepresivos se enfocan en las relaciones humanas y el derecho a la felicidad, lo cierto es que la depresión resulta muy cara  para el aparato productivo, y eso no es tolerable. El beneficio durante esas largas semanas de postración anatómica nada tenía que ver con mis deseos, con la gratificación espiritual que te da una aventurilla sexual. No, todo se refería a seguir montado en la máquina, no dejar de hacer ni de resolver ni de salir a comprar.

            Pero como decía al principio de este chisme, se ha acabado el invierno y este martes 19 me han dado de alta (he de aclarar para los amigos de los malos entendidos que mi naturaleza dejó de estar tumbada desde hace ya algún tiempo).  La psiquiatra me ordenó dejar la medicina no gradualmente sino de una sola vez, así que al escribir estas confesiones llevo una semana de dura desintoxicación: dolores de cabeza, nauseas, mareos constantes… Ni siquiera pude disfrutar unas alcachofas al vapor que preparé a la perfección el jueves 21 porque me cayeron como si me hubiera comido un buey con cola incluida. ¿No es una injusticia? ¿Qué cosa más tierna o inocua puede haber que una alcachofa? Uno ni siquiera se la puede comer rápido, pues antes de llegarle al corazón de pulpa hay que ir deshojando la alcachofa poco a poco (recomiendo meter la base de cada hoja en humus antes de chuparla) y  luego cortarle su corona de espinas light.

            Pero no todo es malo.  A los días pude digerir una ensalada, media sopa de verduras y el sábado, finalmente, unos pedacitos de carne. 

La vida vuelve, señoras y señores, la escritura también, aunque sea para un divertimento como éste.

domingo, 17 de mayo de 2009

El graduado


            Descubrí el cine hacia 1968 ó 1969, cuando mi hermano mayor me llevó a ver la versión animada de “El libro de la selva”.  Fue un momento de revelación, y a veces cuando me asaltan recuerdos me veo a mí mismo en la oscuridad de la sala, tratando de acomodarme en las sillas de madera del entonces fabuloso cine Cartago, el de la mejor marquesina y prestigio más sólido en mi ciudad.  Recuerdo también los slides con la información de rigor, como por ejemplo el ruego de mantener limpio el lugar, la cortesía de no hablar durante la película o de no fumar, todos hechos por un tal Wally,  quien también diseñaba los otros anuncios que se proyectaban antes de la función.

            Desde entonces el cine se convirtió en una obsesión para mí, y aunque para quienes me rodeaban quizás fue solo una extravagancia.  Mi padre jamás fue conmigo, y mi madre solamente accedió un par de veces a un musical del cantante argentino Donald y una película de Capulina tan mala que aún me acuerdo de ella.  Pero mi gran compañera de cine fue mi abuela Delfina, con quien repasé la filmografía completa de Cantinflas y todo aquello que sonara a religión,  incluyendo “El exorcista”.   Sin embargo,  el placer del cine siempre estuvo aparejado con la culpa (para mis padres era un desperdicio eso de irse los domingos a las matinés) y la soledad.

Y  como en un mundo aparte fui aprendiendo y amando el cine, sin que casi nadie se diera cuenta.  Coleccionaba en carpetas amarrillas todo lo que hubiera sobre películas, desde el aviso del periódico hasta las reseñas del inefable Carlos Catania. Lo gracioso es que no fue sino hasta años después que vi la mayoría de esos filmes con los que soñaba. Razones sobran y no vienen al caso en este momento, excepto para explicar mi vocación temprana de convertirme en director cinematográfico. Iba a ser como Truffaut, Altman o Polanski, aunque mi fuerte serían las comedias.  Esa decisión la tenía muy clara ya de adolescente, y guardé la esperanza aún cuando nunca supe cómo hacer mi plan realidad, pues lo americanos no daban becas para estudiar cine y aunque cortejé un poco a los soviéticos la verdad es que nunca me animé a solicitarles nada concreto.

Mi convencimiento de una vocación por el cine me ayudó mucho a explicar y navegar  una carrera universitaria un poco desastrosa.  Estudié medicina, luego economía, estadística, un poco de administración de negocios, filosofía e inglés.  Me tomó diez años graduarme y creo que logré terminar mi tesis por una circunstancia fortuita: Estuve por tres años en una especie de exilio en Puntarenas y Santa Cruz de Guanacaste, donde se encontraban los datos que debía analizar.

Con el tiempo mis escarceos con el cine fueron quedando en poca cosa, sobre todo en anécdotas sobre esnobs e intentos de producir algo a partir de nada. Eso sí:  Yo nunca pensé que había sufrido una crisis existencial de graduado universitario,  pues estaba seguro de que tarde o temprano llegaría a realizar mi vocación. Sin embargo, a mis tantos años de edad me pregunto si parte de la displicencia,  de la desorientación y los errores de mis veintes no se debieron precisamente al hecho de graduarme de la universidad sin saber qué hacer con mi vida. Hoy lo veo como la cosa más común, quizás la más natural:  Se acaba un ciclo, hay que entrar de lleno a la maquinaria productiva, pero aún se es en gran medida un niño.  Lo veo en mis estudiantes, muchos de los cuales vuelven a casa de sus papás y se pasan, como el Benjamin Braddock de “El Graduado” ( Mike Nichols, 1967)  holgazaneando y tratando de entender el mundo.  Yo les advierto que pasarse sin hacer nada es un lujo que solamente puede ocurrir en ciertas sociedades,  pues la mayoría de los mortales tenemos que trabajar en lo que sea.  No les digo, sin embargo, que los rigores de la vida productiva traen consigo cosas más oscuras.  Por ejemplo  causan la muerte de los sueños, contaminan la ingenuidad,  imponen un sentido del deber que puede ser capaz de corroer a una persona hasta los huesos.